Eliminando los intervalos del diálogo, Roberto García Bonilla nos presenta el testimonio personal del escritor Daniel Sada (1953-2011), quien nos revela aspectos poco conocidos de la vida y obra de su compatriota Juan Rulfo.
Conocí a Rulfo en el Centro Mexicano
de Escritores, cuando recibí la beca [1978]. Él fue mi asesor en la primera
novela que escribí [Lampa vida, 1980].
Yo tenía entonces 25 años. La primera impresión que tuve de él fue la de un hombre
parco, que no tenía capacidad teórica para analizar los textos; solamente se
dejaba guiar por su intuición y su instinto narrativo y de repente decía “no me
gusta esa palabra”; “no me gusta esa frase”; “a ese personaje le falta fuerza”,
pero nunca decía por qué, nunca daba razones. Quien se metía más a fondo en los
textos era Salvador Elizondo, y yo me preguntaba cómo era posible que un señor
como Rulfo, que había escrito dos libros extraordinarios, casi milagrosos, no
pudiera disertar, explicar o penetrar un texto.
Conocí personalmente a Octavio Paz, a
Carlos Fuentes, a Mario Vargas Llosa, a Gabriel García Márquez, pero nadie me
ha impresionado tanto como Juan Rulfo. Un amigo que es académico y dio clases
de literatura latinoamericana en una universidad estadounidense, me contaba que
en su clase revisaron a muchos autores y que cuando leyeron, por ejemplo, a
Jorge Luis Borges, a algunos les gustaba a otros no tanto, lo mismo con Gabriel
García Márquez y otros escritores latinoamericanos; pero respecto a Rulfo, el
“divino Rulfo”, se daba la opinión unánime de que no había nadie como él.
Con él me sentía como frente a las
pirámides de Teotihuacán. Yo era tímido, pero él me ponía todavía más, porque
nunca sabía qué decirle. Me di cuenta de que Rulfo sabía muchísimo de
literatura. Me hablaba de escritores del siglo XVIII o de húngaros por ejemplo,
que nadie más conocía. Una vez me dijo que la literatura húngara estaba en
decadencia, y yo pensé “caray, yo creía que estaba en auge”. Rulfo sabía de
escritores que nadie conoce: árabes, indios, chinos, y de otros siglos, escrituras viejas, y de países
rarísimos.
Entablé amistad con él; salíamos del
Centro e íbamos a tomar café Siempre fue respetuoso, pero le encantaba ver a
las mujeres. Cuando veía a una mujer que le gustaba se le iluminaban los ojos;
como era muy pálido, se sonrosaba fácilmente. En esas reuniones Rulfo hablaba
de anécdotas personales, de cámaras fotográficas, pero el tema de la literatura
lo rehuía sistemáticamente. Yo insistía en que él me hablara de lecturas suyas,
de cómo empezó, quién lo criticaba, lo asesoraba. Yo sabía que Efrén Hernández
y Juan José Arreola habían tenido mucho que ver en su formación, pero él era
muy reticente a todo esto. Iba al Centro Mexicano de Escritores por tener alguna
cosa qué hacer, pero no porque le interesara mayormente el desarrollo de los
jóvenes becarios. Le interesaban mucho mis temas, que de alguna forma se
identificaba con lo que yo escribía, aunque la primera vez que le llevé mi
trabajo me criticó hasta que se cansó. Me dijo que eso no lo iba a entender la
gente. De los cuentos que yo le mostré, que fueron como cuatro, sólo elogió uno
[“Desencuentros”, en Juguete de nadie y
otras historias. Fondo de Cultura Económica, 1985], aunque nunca me supo
decir por qué.
Le gustaba más la prosa que la poesía,
aunque pensándolo bien lo que no le gustaba eran los poetas; esa actitud que
tienen algunos como de seres excepcionales. Esa fatuidad lo molestaba mucho,
decía que no podía con ellos, que si los criticaba los hería en su vanidad, al
contrario de los narradores, a quienes podía decirles “esto no me gustó”, y no
se molestaban. Llegó a decirle a Gabriel García Márquez, por ejemplo, que no le
gustaba Crónica de una muerte anunciada,
le parecía un reportaje, no una buena novela, y García Márquez no se molestó
con él.
Leía poetas griegos y franceses,
Charles Baudelaire, Paul Verlaine. Le gustaba Juan Ruiz de Alarcón. Rechazaba
todo lo que sonara a intelectual, que para él era sinónimo de farsante, o que
tenía que asumirse con actitud impostada. Admiraba muchos poemas de Paz por su
sonido, pero no por la poesía, porque para él tenía que ser más asequible a la
gente; por eso le interesaba más Jaime
Sabines.
Luego de seis meses de tratarlo
frecuentemente logré hacerlo hablar de sus lecturas. Me citó autores que yo
jamás había oído mencionar: a B. Björnson, el escritor sueco de principios de
siglo, que por cierto ganó el Premio Nobel [1903], a Knut Hamsun y un libro de
Ramuz, un escritor suizo, también de finales del siglo pasado, que se llama Cumbres de espanto – una novela muy
corta, casi como Pedro Páramo. Me
recomendó también muchos escritores brasileños, como Machado de Asís, Gracilano
Ramos, Guimarães Rosa, Clarice Linspector y al estadounidense Waldo Frank, que
no es muy conocido, y de quien la revista Cuento
–dirigida por Edmundo Valadés– publicó algunos textos, recomendado por Rulfo.
Mencionaba a algunos escritores rusos; una novela de Zamoatin, de ciencia
ficción, que se llama Nosotros, y
escritores del Medio Oriente. También le gustaban mucho, y era un experto en
los cronistas de Indias.
Me recomendó a Alberto Moravia, lo
admiraba mucho, sobre todo los Cuentos
Romanos; decía que se sentía muy identificado con eso. Yo compré poco a
poco todos los libros que me recomendó; noté que había mucho de Rulfo en ellos.
A Guimarães Rosa lo admiraba
profundamente, tal vez más que a ningún otro escritor. Llegó a comentarme que
era para él la mejor novela que se había escrito en este siglo, superior a Ulises. Una vez, a través de un
embajador brasileño, le mandó Pedro
Páramo a Rosa, que le mandó una carta felicitándolo, a su vez Rulfo le
respondió. Una vez lo invitaron a Brasil y él fue para conocer a Guimarães
Rosa, pero no daba entrevistas, no se movía en el medio intelectual, era muy
esquivo, igual que Rulfo. Para poder verlo había que concertar cita meses
antes. Rulfo pensó que no iba a recibirlo, pero al enterarse Rosa de quién lo
buscaba, lo dejó pasar inmediatamente.
Rosa vino a México después y le mandó
decir a Rulfo que no quería que se enterara ni el gobierno de México ni los
intelectuales ni nadie; que sólo lo llamaba a él porque quería hacer un viaje
en camión por los pueblos mexicanos, y
le pidió que lo acompañara. Anduvieron juntos por Guanajuato, Michoacán, en
puro camión y hoteles de segunda, porque eso era lo que quería Guimarães Rosa.
Fueron a Teotihuacán también, y estuvo un par de días en la Ciudad de México,
sin visitar aquí ningún lugar. Rulfo decía que Rosa le había enseñado muchas
cosas; la primera -y la más importante-“sabérmele escapar a los periodistas”.
No le gustaba dar entrevistas porque decía que los periodistas escribían lo que
se les daba la gana, no lo que él había dicho. Una vez le pregunté sobre La Cordillera, que se suponía estaba por
publicarse, y me dijo “es una novela que me inventé para que no me estén
molestando”.
La historia le encantaba, y siempre
procuraba aprender más. Si viajaba a Xalapa, a Michoacán o a Morelia, por
ejemplo, leía sobre la historia del lugar. También sabía mucho de arquitectura,
de cómo se había construido tal o cual edificio. Yo le mencionaba algunas
regiones que no son muy conocidas, y él sabía a dónde estaban, conocía muy bien
México.
Pero a Rulfo nada le gustaba. Cuando
se trataba de textos, él tenía que encontrar la pasión del escritor en ellos;
si sólo encontraba la ocurrencia, la idea, lo desechaba. Lo que más le enojaba
era que el escritor no aclarara sino que confundiera. Cada vez que criticaba
mis textos me decía “Cuente, cuente”. Esa palabra era el paradigma de todo,
significaba “no se entretenga, no saque conjeturas inútiles, simplemente
cuente”. De mis textos nunca comentó nada por escrito, todo era verbal.
Ocasionalmente hacía anotaciones en el mismo texto. Se fijaba mucho en que los
adjetivos no fueran imprecisos o arbitrarios. No soportaba las divagaciones, no
aceptaba ningún tipo de narración conjeturada: si hubiera pasado esto, tal vez
aquello no hubiera ocurrido. Rulfo decía que eso para la narración era un
callejón sin salida.
Una vez le hice una pregunta muy
tonta: “¿qué se necesita para ser un gran escritor?”, él no se rió, respondió
con toda seriedad: “mire, sus disquisiciones teóricas, sus delirios
intelectuales, guárdeselos, no los anteponga a la escritura. Cuando escriba
hable de lo que conoce, de la gente, y todo eso va a servir. Lo teórico, lo
intelectual va a salir aunque usted no quiera”. Es uno de los consejos más
grandes que he recibido: hablar sobre lo evidente, no teorizar.
En el Centro Mexicano de Escritores
estaban también como becarios Roberto Vallarino, Martha Robles y una poeta de
quien ya nunca leí algo publicado. Rulfo era feroz con todos, lo mismo en
ensayo que en poesía. Esos ensayos sobre el estructuralismo por ejemplo, que él
llamaba “monsergas”, decía que no servían a la gente, que la escritura servía
para aclarar y que sino cumplía con eso, entonces no servía para nada.
Muchos becarios del Centro tuvieron
problemas con él porque no les hacía caso y les decía: “no me gustó su cuento”.
Recuerdo que una vez en El Juglar yo compré un libro de teoría literaria. Rulfo
lo vio y comentó: “¿lo va a leer?”, le contesté que sí y me dijo “allá usted,
estas chingaderas yo no las leo para nada”. Yo le pregunté por qué no leía
teoría literaria: “mire, estas cosas son para gente que no tiene imaginación.
La imaginación resuelve todo”. Rulfo era como un dique contra toda la ola
intelectualizante. Con él se topaban con pared, porque no encontraban las
disquisiciones teóricas que tanto se buscaban en los años setenta.
Cuando hablaba de escritores
mexicanos, deploraba la novela del siglo pasado, de Manuel Payno, de Ignacio M.
Altamirano, de Joaquín Fernández de Lizardi, de Federico Gamboa; le parecía
llorona, costumbrista, moralista y cursi. De los novelistas de la revolución,
Martín Luis Guzmán, por ejemplo, decía que escribía bien pero que era muy
informativo, no se involucraba con las historias. Le gustaba Rafael F. Muñoz.
De Ramón Rubín decía que era muy acartonado. Miguel Lira también le gustaba, lo
mismo que algunas cosas de Nellie Campobello. De todos ellos opinaba que eran
como ilustradores de la revolución, que no se relacionaban profundamente con el
alma de los personajes. En cuanto a los contemporáneos, le gustaban algunos
cuentos de Eraclio Zepeda y Juan de la Cabada, pero en general hablaba muy mal
de todos los escritores jóvenes. Pero ni Carlos Fuentes ni Octavio Paz ni
Salvador Elizondo se salvaban.
A pesar de que se conocieron muy bien
y convivieron mucho tiempo, Rulfo no quería a Arreola, no lo respetaba, pero en
realidad no respetaba a nadie. Era terrible. De Arreola decía que era pura
receta, que sus textos eran modelos copiados, y es que si uno lee El llano en
llamas, todos los cuentos tienen propuestas distintas, no hay un cuento igual a
otro en estructura, todos son diferentes aunque se complementen. Cada cuento es
un abordaje dramático diferente, incluso los humorísticos como “Anacleto
Morones”.
La Literatura de la Onda le parecía
detestable y una vez le pregunté qué opinaba de Jorge Luis Borges y me dijo
“dicen que escribe bien, pero, mire usted, un escritor que se refiere a la
biblioteca de Alejandría en el tomo tal, en el versículo tal, es un escritor
que no tiene imaginación”. A Rulfo no le gustaban los escritores que hacían
notar su erudición, le parecían farsantes. Rulfo se impactaba sólo por el drama
humano, tipo Dostoievsky.
Rulfo me dijo que ya no escribía
porque le costaba mucho trabajo hacerlo, no porque tuviera que luchar contra su
propio estilo, sino porque tenía que hacer acopio de muchas fuerzas para sacar
una historia que realmente valiera la pena. Decía que no le gustaban las modas
literarias – y su total rechazo a la Literatura de la Onda lo prueba – sino
aquellos escritores que realmente estaban involucrados con lo que hacían y que
tenían un gran conocimiento de la naturaleza humana.
Le gustaba oír los cantos gregorianos,
y los tenía con todas sus variantes (los dominicos, los benedictinos, etc.), y
decía que ahí sí había espíritu artístico. Él lamentaba mucho que existieran
escritores sin espiritualidad.
Rulfo no quería tener relación con
escritores. Él mismo se buscó enemistades. Sé que a Jaime Sabines lo quería, lo
respetaba mucho, pero casi no se veían. Tuvo un problema con Octavio Paz y
llegaron a los insultos, pero es que Rulfo hablaba mal de todos. Paz decía que
no entendía porqué Rulfo no seguía escribiendo, si lo hacía tan bien; que en
lugar de andar criticando a los demás, se pusiera mejor a escribir. Decía que
el hecho de no escribir, lo envileció.
Una vez en Saltillo, Rulfo formaba
parte del concurso literario del estado. Además de él, estaban en el jurado
Edmundo Valadés y Jorge Ibargüengoitia. Cuando llegó el momento de dar los
resultados, ya había público en el lugar y como Rulfo no había llegado aún,
Edmundo Valadés dio un fallo preliminar. Cuando Rulfo llegó, una o dos horas
más tarde, dijo: “el tercer lugar: desierto; el segundo lugar: desierto; el
tercer lugar: desierto. Ya no se escriben buenos cuentos en México”.
Rulfo hablaba muy mal de su mujer y de
sus hijos hablaba muy bien. Clara se iba mucho tiempo al rancho, con un hermano
suyo que tenía una finca, y ahí se pasaba días y días. Rulfo no se explicaba
por qué ella iba tanto al rancho y decía: “en uno de esos viajes se va a matar,
pero allá ella”. Él se quedaba aquí con sus hijos, que ya estaban grandes.
Clara no pertenecía al mundo intelectual, nunca asistía a actos públicos.
Nunca lo vi convivir con su familia,
excepto una ocasión en que lo encontré con sus hijos en el aeropuerto. Una vez
me comentó que su hija Claudia, la mayor, quería estudiar geología o algo así,
y me dijo: “Yo no sé porqué escogen esas carreras tan raras, no son para
mujeres”. Quería mucho a sus hijos, sobre todo a Juan Pablo. No sé exactamente
cómo era su relación con su esposa Clara; era como una especie de odio-amor,
porque nunca se expresó bien de ella. Las veces que platiqué con él sobre el
tema me dio la impresión de que no estaba a gusto en su casa, porque además
salía durante horas y horas a tomar café y Cocacola, todos los días,
religiosamente. Me contaron que una vez Rulfo estaba con Alí Chumacero, y éste
dijo: “yo estoy seguro que el mejor estado del hombre es la viudez”, y Rulfo le
contestó: “Sí, aunque el muerto sea uno”.
No le gustaba viajar sólo. Cuando lo
invitaban a algún lugar de provincia o al extranjero, siempre tenía que ir con
alguien, porque solo no iba. Me contaron que en uno de los últimos viajes que
hizo fue a China, porque se habían traducido sus libros en chino; tenía que
viajar de México a San Francisco, transbordar hacia Taiwan y de ahí a Pekín.
Dicen que se fue solo de aquí a San Francisco, y que cuando llegó allá tenía
que esperar cinco horas para abordar el siguiente avión. Rulfo no quiso salir
del aeropuerto. Se estaba aburriendo mucho y pensó “bueno, yo qué hago aquí solo.
Mejor no voy a China”, y se regresó a México. Siempre que viajaba se llevaba a
uno de sus hijos, a su hermano o a algún escritor.
En los últimos años, lo invitaban a
muchos lugares pero él ya no quería ir a ningún lado, no quería viajar porque
ya se sentía enfermo. A donde nunca se negaba a ir era a Argentina, porque ahí
vivía una muchacha que le gustaba mucho, una bibliotecaria. También había una
chica en El Juglar que le atraía mucho, y sé que sintió afecto por ella. Alguna
vez le pidió que se sentara en sus piernas y ella no quiso. Esto fue cuando él
ya tenía como sesenta y siete años, pero aparentaba más. A veces se le iba la
onda, como si fuera un hombre de ochenta años.
Yo nunca viajé con él, pero me han
contado que en Alemania, por ejemplo, durante un congreso de escritores, Rulfo
nunca se presentó. Se dedicó a comprar discos de música barroca y corbatas, que
le gustaban mucho. No apareció en el congreso más que el día de la
inauguración. En otra ocasión, en Venecia, Italia, hubo un congreso al que
asistieron los escritores más connotados de Europa, entre ellos Jean Paul
Sartre, Bertrand Russell, Umberto Eco. Varios latinoamericanos que vivían en
Florencia se enteraron de que Rulfo iba a estar ahí e hicieron el viaje juntos
a Venecia solamente para conocerlo, lo demás no les importaba. Se inició el
Congreso y todos leyeron ponencias. Cuando le tocó su turno a Rulfo, él no
llevaba nada preparado, además de que era muy tímido para hablar, y dijo:
“agradezco al Ayuntamiento de Venecia el haberme invitado a esta importante
reunión de escritores”, y no dijo una sola palabra más. Eso desconcertó a todo
el mundo y uno de los latinoamericanos que asistieron al congreso dijo que
Rulfo lo había decepcionado; un mexicano que estaba ahí le contestó, no te
olvides que él es el autor de Pedro
Páramo.
Rulfo era así. Me tocó asistir una vez
a Bellas Artes, a una conferencia sobre Efrén Hernández. El auditorio estaba
lleno, y Rulfo en el estrado dejó que pasaran como 20 minutos y no hablaba.
Arreola afortunadamente estaba en las butacas, subió y comenzó a hablar, y a
hacer hablar a Rulfo con preguntas cómo ¿oye Juan te acuerdas de cuando eras
niño?, etcétera. Cuando le pedían a Rulfo hablar de recuerdos se explayaba,
pero cuando se tocaba el tema de la literatura se mostraba reticente, le
enfermaba.
Siempre que nos veíamos fuera del
Centro Mexicano de Escritores, era en El Ágora. Cuando lo cerraron, nos
encontrábamos en El Juglar; ahí lo vi las últimas veces. Me acuerdo que Rulfo
era muy amigo del cajero de la librería y platicaba mucho con él. Cuando se
encontraba con algún escritor, lo esquivaba, no quería hablar con
intelectuales; él quería platicar con el cajero. En una de esas ocasiones llegó
un “chavo”, y cuando vio a Rulfo se emocionó mucho. Casualmente traía en su
morral una tesis sobre Pedro Páramo y
se acercó a Rulfo. Le dijo que lo admiraba y le mostró su tesis. Al abrir el
manuscrito salió una cosa como de diseño gráfico del árbol genealógico de Pedro Páramo, un análisis semántico del
árbol genealógico de la novela. “Me he pasado cuatro años haciendo esto”, le
dijo. Rulfo contestó: “yo de eso no sé nada. Ha perdido usted cuatro años de su
vida inútilmente”. El “chavo” cerró violentamente el manuscrito y se fue. Rulfo
estaba indignado. Siempre se le acercaban muchos jóvenes escritores para
pedirle consejos; siempre los evadía y cuando se dirigían a él hacía como que
no los oía y seguía hablando de cámaras fotográficas o de música con el cajero.
En otra ocasión, un grupo de muchachos
compraron sus libros ahí en El Juglar y se los llevaron a Rulfo para que los
firmara. Él se los firmó y entonces lo invitaron a una fiesta que estaban
organizando y él les contestó: “a mi no me inviten a fiestas porque yo no sé
contar chistes ni sé cantar ni sé platicar ni me sé recitaciones”.
Una vez, no había meseros y su amigo
el cajero tuvo que atender las mesas. Rulfo estaba en una mesa, y era curioso
cómo toda la gente ocupaba mesas lo más lejos posible de él; nadie se sentaba
en una mesa contigua a la suya, porque les imponía mucho. Entonces Rulfo se
levantó y se puso a servir las mesas, con charola y todo, para ayudar al
cajero. Todos estaban pasmados; el cajero y yo le pedimos que no lo hiciera.
Finalmente ya no lo dejaron servir más, llegó una muchacha de la librería a ayudar.
Luego volvió a sentarse y yo le dije “oiga, yo sé que esto no le importa, pero
para mí usted es un clásico, ha sido traducido a más de 60 lenguas, ¿cómo es
posible que haga esto?” y entonces él me dijo una cosa que nunca voy a olvidar:
“hago esto porque la poca o mucha fama que yo tenga no me ha costado salir de
mi casa”. Esta es la última anécdota que recuerdo de él.
Cuando Rulfo ya estaba enfermo ya casi
no veía a nadie. Algunas veces se veía con Fernando Benítez y con Edmundo
Valadés, pero fuera de ellos con nadie más.
Cuando conocí a Rulfo ya había leído
sus obras; primero leí los cuentos y luego Pedro
Páramo. Cuando leí los cuentos, tenía yo como quince años y sentí que era
mi abuelita quien me los contaba, me fascinaron. Yo estaba en la secundaria, y
para mí El llano en llamas era algo
muy ranchero; tenía otro concepto de la literatura porque leía a los clásicos
(a Quevedo, a Góngora). No podía apreciar las virtudes literarias de Juan
Rulfo, pero me quedé cautivado con sus cuentos. La novela la leí como cinco
años después (porque recuerdo que quise leerla antes y no pude entrar en ella).
La leí muy despacio, porque es una novela difícil, sobre todo cuando uno no
está entrenado en la literatura. Después, cuando conocí a Rulfo, ya sabía
quiénes eran todos los personajes de su novela y me sabía de memoria los
cuentos; podía contarlos.
A mí me admiraba que Pedro Páramo y El llano en llamas se hubieran vendido como best sellers, y le
pregunté a Rulfo por qué. Él me dijo que no fue así en un principio, que de
hecho la novela tardó cuatro años en venderse, y que se editaron sólo mil
ejemplares de los cuales él tomó 200 para repartirlos entre sus cuates; los
otros ochocientos tardaron esos cuatros años en venderse. Con El llano en llamas fue un poco más rápido.
Hasta que Mariana Frenk tradujo la novela al alemán (Pedro Páramo. München: Carl Hanser Verlag, 1958) y en Alemania se
convirtió en un éxito absoluto.
Al principio, me llamó la atención que
en cualquier línea escrita por Rulfo, diga lo que diga, el lector se envuelve
en el misterio. Después leí a muchos seguidores de su estilo, que es otra de
las cosas que lo han hecho famoso: sus malos imitadores. Creo que Tomás Mojarro
es uno de los más refulgentes. Es un hecho que en provincia casi todos los escritores
en ciernes, al hablar del pueblo, de las costumbres, tienen a un eco, una
sustancia rulfiana. Pero Rulfo es un escritor único e irrepetible, y muy
difícil de imitar, porque puede copiarse el estilo, pero no el enigma; ahí
nadie ha llegado. Pienso que la escritura de Rulfo es muy espiritual, es decir,
no es resultado ni de un oficio ni de un procedimiento, ni siquiera de una
voluntad premeditada del estilo; creo que es algo de raíz, es un dictado del
alma. Su espiritualidad no puede copiarse. Entiendo por espiritualidad lo que
Rulfo vivió y sintió.
Me imagino que sus cuentos, antes de
las versiones definitivas, fueron escritos muchas veces. Su lenguaje está muy
cincelado. Rulfo hurga en la sensibilidad de los seres y de las cosas hasta
llegar al fondo. Y todo el tiempo está limpiando. Encontramos en Rulfo un
rastreo de su propio lenguaje y él sabía encontrar, además de lo evidente, el
lado oculto de la realidad. Siempre me dio la impresión de que Rulfo tenía
segundas y terceras intenciones cuando escribía. No se conformaba sólo con
contar la historia, que era muy clara y muy impactante; atrás de la anécdota
había algo oculto. Y eso es para mí todavía es indescifrable.
En Pedro
Páramo, más allá de la estructura me interesó siempre la voz de los
muertos, los murmullos, como él llamó alguna vez a su novela. Nunca había leído
una historia en la que todos los personajes estuvieran muertos, incluyendo al
narrador. Yo no podía explicármelo hasta que conocí a Rulfo y me di cuenta de
por qué escribía así. En Pedro Páramo me impactaron las voces; sentía que eran
vivas, que se referían a muchas épocas de México y que remitían a una cultura
mestiza. Estas voces eran la raíz de todo, y aunque se ubica en Jalisco son
también las voces del norte, de Yucatán, de Veracruz, de todo el país. Una vez
le pregunté a Rulfo si así hablaba la gente de Jalisco, él dijo que era puro
artificio, que era un lenguaje inventado.
Su lenguaje va más allá de la
captación de la oralidad. Muchos escritores pueden hacer lo mismo, muchos antropólogos
o sociólogos; no se necesita ser literato para captarla, pero que Rulfo hizo
fue aprehender y modular, la lógica del pensamiento de los campesinos. No es
solamente reproducir o transcribir su modo de hablar sino encontrar su lógica,
que es muy particular y que nace de la vivencia. No es posible descubrir un
lenguaje si no se ha gozado y padecido; en el caso de Rulfo todo eso está muy
presente y no se trata de un trabajo antropológico de captación y reproducción,
sino de entender cómo razonan los campesinos.
Como narrador, Rulfo deduce como lo
hacen los campesinos, con la misma lógica de pensamiento. En el cuento “El
llano en llamas”, empieza diciendo “¡Viva Petronilo Flores!”, y sigue “El grito
se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde
estábamos nosotros. Luego se deshizo”. En ese momento el grito se convierte en
un personaje, y para un campesino un grito que viene de lejos sí es un
personaje, es la voz de un fantasma o de un ánima en pena, es una presencia.
Cualquier otro escritor hubiera dicho “oímos un grito, volteamos y vimos venir
a alguien a lo lejos”. No está mal dicho, pero no escenifica ni personifica al
viento o el grito.
Hay una especie de representación en
todo lo que Rulfo hace. Las plantas tienen presencia, cada cosa que él anuncia
puede ser la sombra de un ánima en pena y eso es lo maravilloso. Lo encontramos
también en “Luvina”, cuando entran a la iglesia, o cuando se oyen los alambres
que rechinan. Ahí cobran una presencia de personajes. Yo tengo esas vivencias y
pienso que el ánima en pena está presente en todo, en cada insecto, en la luz
que sale de una tienda y se proyecta sobre la calle, en una sombra que se
extiende hasta el fondo de una habitación. Todo lo rulfiano es presencia
corpórea y en eso reside su misterio.
En otra ocasión le pregunté por qué le
interesaba más la muerte que la vida. En su niñez le tocó la revolución
cristera y en su pueblo era muy común ver muertos; salía a jugar y se
encontraba con un muerto, o varios, colgados de los árboles. Me dijo que
siempre le llamó la atención que cuando alguien moría se decía “que descanse en paz”, así que él pensó que
si los muertos podían descansar en paz, también podían hablar en paz, y pensar
en paz, sin que nadie los molestara. Esa fue una de sus visiones al escribir
Pedro Páramo.
Rulfo dijo muchas veces que México es
el país más violento que existe. Aquí se arreglan todas las cosas a golpes y la
historia de nuestro país se ha escrito con sangre. Él convivió con esa
violencia; mataron a su padre y esto lo signó; no era una mala persona y fue
muerto de una manera terrible. Es el padre que tiene ideas, cree en ellas y las
defiende y pierde la vida por ellas. Esa presencia selló toda la sensibilidad
de Rulfo, porque para él fue brutal, siempre lo lamentó mucho porque a partir
de entonces tuvo que vivir con sus tías y hasta en un colegio de monjas y en el
seminario. Para Rulfo este hecho fue tan definitivo, que llegó a contarme
incluso pesadillas; soñaba con su padre y en el sueño llegaban unos tipos y lo
acribillaban. Mientras Rulfo lo llamaba, su padre se alejaba. Todo el tiempo
tuvo estas obsesiones. Era un hombre extremadamente sensible que se dejó
afectar por sus vivencias infantiles. Esas conversaciones con él me llevaron a
entender mejor sus obras. Claro, todo esto se lo saqué con tirabuzón.
Juan Rulfo sufrió mucho por esa misma
carga de violencia, de muerte que nunca se pudo quitar. Para él escribir no era
un acto gozoso, sino desgarrador. Por eso nunca estuvo contento con su obra. Yo
conocí a una tía suya que vivía en Guadalajara y ella me comentó que nunca lo
trataron porque era muy esquivo, huraño, muy enojón, que cuando comenzaban a
contar historias de familia él se iba. Por lo que sé, no lo querían (incluso
los más jóvenes); hablaban muy mal de él; decían que estaba loco y que los
cuentos que había escrito “eran puras mentiras”.
Nunca encontré en Rulfo a un escritor
feliz. Era un hombre triste y era obseso con sus gustos, y por nada renunciaba
a ellos. Para él la fama era una intimidación y decía que sus contemporáneos no
lo habían comprendido, que lo ninguneaban. Muchos no resistieron su fama.
Recuerdo que se enojó mucho cuando hicieron una edición de aniversario de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica.
Él era autor del Fondo, y de las doscientas páginas que comprende la Gaceta, en ninguna se hace mención a él.
También se entristeció mucho cuando no le dieron el Premio Cervantes. Yo creo
que si hubiera vivido más tiempo con seguridad se lo hubieran dado, porque
hasta donde yo sé el Rey Juan Carlos era su amigo, y lo buscaba, lo leía. Rulfo
me lo dijo.
Estuve en Madrid y en Barcelona, y
algunos escritores me han dicho que Rulfo realmente se conoce en España de los
años ochenta para acá. Antes lo conocían algunos estudiosos, pero no el público.
No le hicieron caso o alguien intervino para que no fuera muy conocido. Se leía
más en otros países, como Hungría, Checoslovaquia, Holanda o Alemania. Pero no
en España ni en Inglaterra. Tal vez por la temática, que les parecía muy
regional, por este cosmopolitismo a ultranza. En Francia aún no se le conoce
muy bien; en Estados Unidos sólo los especialistas. En cambio sí se conoce a
Jorge Luis Borges, a Julio Cortázar, a Gabriel García Márquez.
Creo que la relación entre Rulfo y su
obra es simbiótica. Todo lo que se respira y trasluce en su literatura lo
encarnó él en su persona. Una obra parca, un escritor con una vida parca. No
era un hombre festivo ni social. Escribió su obra porque tenía que escribirla.
Jamás percibí en él un proyecto de vida o de carrera literaria. Rulfo era un
predestinado, es decir, le tocó escribir esos libros, como un médium, pero nunca se asumió a sí mismo
como escritor, como intelectual. Le gustaba la soledad; podía estar solo mucho
tiempo y no representaba para él un problema existencial.
Nunca le importó mucho la crítica
porque no la leía, aunque sí supo lo que dijo Alí Chumacero[1]
y nunca se lo perdonó, tampoco a Ricardo, que decía que Rulfo se hizo famoso
por no escribir. Yo puedo presumir de haber tratado a Rulfo como persona, no
como un personaje. Nunca lo forcé a hablar. Lo dejaba hablar, incluso hablaba
de fútbol, de danza, de música, de pintura. Hablaba de todo. Rulfo a veces
callaba durante largos ratos, y yo también. De repente se quedaba meditabundo,
y yo entendía que no había que molestarlo.
Transcrita el 17 de agosto de 1999.
[1] “En el esquema sobre
el que Rulfo se basó para escribir esta novela se contiene la falla principal.
Primordialmente, Pedro Páramo intenta ser una obra fantástica, pero la fantasía
empieza donde lo real aún no termina. Desde el comienzo, ya el personaje que
nos lleva a la relación se topa con un arriero que no existe (...) y las siguientes peripecias (...) tornan en
confunsión lo que debió haberse estructurado previamente cuidando de no caer en
el adverso encuentro entre un estilo preponderantemente realista y una
imaginación dada a lo real. Se advierte, entonces, una desordenada composición
que no ayuda a hacer de la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la
novelística moderna nos proporciona, se ha de exigir de una obra de esta
naturaleza. Sin núcleo, sin un pasaje central en que concurran los demás, su
lectura nos deja a la postre una serie de escenas hiladas solamente por el
valor aislado de cada una. Mas no olvidemos, en cambio, que se trata de la
primera novela de nuestro joven escritor y, dicho sea en su desquite, esos
diversos elementos reafirman, con tantos momentos y impresionantes, las
calidades únicas de su prosa. (Véase, “El Pedro
Páramo de Juan Rulfo”, Revista de la
Universidad, 8 de abril de 1955, pp. 25 y 26)
Roberto García Bonilla. Nació en la ciudad de México; cursó la licenciatura en Letras Hispánicas y la maestría en Letras Mexicanas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha ejercido el periodismo cultural –en literatura y música- y es investigador literario. Es autor de Visiones sonoras (México, Siglo XXI Editores, 2002), Un tiempo suspendido, Cronología sobre la vida y la obra de Juan Rulfo (CONACULTA, 2009, 2ª edic.). Compilador de Arte entre dos continentes. Artículos y ensayos de Mariana Frenk-Westheim (Siglo XXI Editores-CONACULTA, 2005). En la actualidad realiza en Doctorado en Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM rgabo@yahoo.com