sábado, 17 de dezembro de 2011

Winfried Georg Maximiliam Sebald, El Peregrino Diletante

Roberto García Bonilla


A L. H. M.




El hombre
es un animal, envuelto
en luto profundo,
con un abrigo negro,
forrado de piel negra.

W.G. Sebald , Del natural


El 14 de diciembre de 2001 murió de manera intempestiva W. G. Sebald, en ese momento el escritor europeo más venerado en Estados Unidos; se le veía como sólido candidato al premio Nobel. Susan Sontag había escrito en 1998 que Sebald era el literato vivo más significativo en el mundo. Estamos ante una infame y abrupta ausencia; en el Süddeutsche-Zeitung se escribió: “Es increíble, a quién y cómo lo hemos perdido”.


Winfried Georg Maximiliam Sebal nació el 18 de mayo de 1944 en Wertach im Allgäu, un pueblo bávaro, entonces, de mil seiscientos habitantes, donde ahora residen unos dos mil novecientos, aunque la quinta parte de ellos sólo llega ahí durante los días de descanso. A pesar de la devastación de la naturaleza –este es uno de temas que permean sus historias, recuérdese Sobre la historia natural de la destrucción que reflexiona sobre los estragos que causó en Alemania, la Segunda Guerra mundial, además de la muerte de seiscientos mil civiles-, este lugar es de una limpidez silenciosa cubierta por una virginal frialdad, disfrutable al iniciarse el otoño. Para el visitante proveniente de una gran urbe, este es un paraíso que por instantes produce incomodidad; después de las ocho de la noche, la mansedumbre de sus calles es casi sepulcral, contrastante con la intensa vida citadina de Munich a unos 200 kilometros de distancia, y que se anuncia al entrar o salir de la estación central de trenes, tan majestuosa como la de la capital del país. Munich es la ciudad más habitada en Alemania después de Berlín y Hamburgo.


El austero erudito, segundo hijo de Gerog y Rose Sebald, vivió con su familia en la casa de Ulrich Seefelder, apenas unos meses, luego se mudaron muy cerca de ahí a la planta alta de la casa de huéspedes de Pepi Steinlehner. La primera construcción ahora es un sitio de taxis; la segunda, es una casa restaurada de dos aguas habitada por un matrimonio retirado. Su padre ingresó al Reichwehr en 1929 y estuvo en la Wehrmacht –regida por los nazis- con el grado de capitán; fue prisionero de guerra de los franceses hasta 1947. Un año después Max, como prefería que lo llamaran, se mudo con su familia a Sonthofen (Oberalgäu en Bavaria), donde su padre continuó su carrera miliciana en las fuerzas armadas de Alemania Occidental (Bundeswehr). El joven permaneció ahí con sus hermanas y su madre hasta 1963. Al padre sólo lo veían los fines de semana. El futuro académico, inició sus estudios de literatura en la Universidad de Friburgo (Sarine) en Suiza en 1964, y en la de Manchester donde se le nombró lector permanente en 1966; obtuvo el mismo puesto en East Anglia, cuatro años más tarde, donde alcanzó la titularidad de la cátedra de Literatura Europea. En esta institución fundó el British Centre for Literary Traslation y desarrolló una excepcional carrera como docente. Vinzent Watts, vice-rector de la Universidad declaró que él había sido uno de los expertos a seguir en literatura alemana en la Gran Bretaña, que de ahí había surgido la gloria del escritor. Contrajo matrimonio en 1967 y residió en Wymondham y en Poringland con su esposa Ute y si hija Anna.



Sebald encontró en Norwich el refugió idóneo para desarrollar una relevante trayectoria como profesor, investigador y escritor, desde ahí realizó innumerables viajes por Europa para documentar algunas de sus narraciones; de cualquier modo lo habría hecho: abordada trenes y aviones; conduce su automóvil o camina solitario, hasta la fatiga, días enteros para encontrar en ocasiones sin proponérselo hallazgos de lo cotidiano: edificaciones, cuadros de familia, placas vetustas, personajes sepultados por el olvido inexorable, por las modas y la codicia rapaz que en su marcha encubre la modernidad. Los pule y los engarza como restaurador de antigüedades; resplandecen ante la iluminación que se proyecta con gravedad mesurada. El coleccionismo vuelto poética. Sus narraciones están delineadas por una bruma evanescente; de contenida lamentación, vigorizada por un viajero -real y ficticio- obsesionado por la recuperación y significación de los detalles integrados a la historia social que testimonia existencias individuales. La geografía en sus textos sirve como cimiento y radar, además de acentuar el realismo de sus narraciones: “Siempre necesito saber dónde estoy y conocer cómo son en verdad los lugares que sólo conozco como nombres en el mapa”.


La primera novela del escritor bávaro se publicó cuando él lindaba los 46 años de edad: su obra abarca una decena de títulos, de los cuales por lo menos dos son póstumos en alemán, Sin contar (2003) y Campos Santo (2003). Su segunda novela, Los emigrados (1993), fue la primera traducida al español (1996); Vértigo (1990), la primera y se publicó en nuestro idioma el año del fallecimiento del escritor. El resto de su obra, ha ido apareciendo paulatinamente. Dejó dos libros de ensayos en los que lleva al papel su oficio como crítico literario. Pútrida patria. Ensayos sobre literatura (1991) en torno a escritores europeos, al mayoría de ellos cercanos a él afectivamente cuyas obras influenciaron sus propias concepciones, metodologías y modelos escriturales: Flaubert, Kafka, Schnitzler, Roth, Broch, Canetti; Kraus, Handke; Bernhard es una figura central en su formación. En algunos casos los propios escritores aparecen en sus narraciones, por ejemplo el filósofo Thomas Browne, así como Stendhal, Chateaubriand o Connrad. “La ficción contemporánea está dominada por el vacío de ideas”, llegó a decir, de ahí su admiración casi reverencial hacia Jorge Luis Borges. Del natural es un poema en prosa dividido en tres partes, respectivamente dedicas al pintor Matthias Grünewald , al botánico expedicionario G.W. Steller y el último texto es una plural intención de remembranzas; los hilos conductores que estimularon su sapiencia y estimularon sus pasiones por el mundo exterior: la naturaleza y sus criaturas, así como lugares predilectos, y extraños personajes que la memoria, los sueños y la fantasía reunieron, dejando sobre todo siluetas de atmósferas, aprehendidas por la historia que deviene en una suerte de “educación sentimental bien temperada”. Sin contar es casi un libro-objeto de miniaturas en prosa (“Sin contar queda la historia de las caras vueltas hacia otro lado”) con grabados del pintor Jan Peter Tripp que reproducen la mirada de más de treinta personajes significativos en la vida del escritor.



Martina Jeffery, encargada de la oficina de turismo de Wertach, cuenta que el autor de Pútrida patria se casó en la capilla de Krummensbach, el sitio más deslumbrante, en opinión de este redactor, a lo largo del sendero Sebald, creada por la comunidad de Wertach e inaugurada por estas fechas en 2004. El camino tiene una longitud de once kilómetros. El punto de partida está a poco más de un kilómetro de Oberjoch; la meta se encuentra en Wertach, a novecientos quince metros. El recorrido es arduo para un caminante citadino; a pesar de las señales y los letreros, desviarse por algún desfiladero en el bosque conduce, sin remedio, al extravío. Para llegar a Krummensbach, en los límites con la frontera austriaca, hay que cruzar la carretera y descender más de doscientos metros por un escarpado camino tapizado de ramas y hojarascas que las lluvias han arrancado a los árboles. Hacia la mitad de la travesía, uno encuentra el flujo del río Wertach. Ya en la planicie a los lejos se ve un gnomo blanco en medio del verde horizonte; semeja un velero perdido o un ave en medio del océano: es la pequeña capilla. Visiblemente remozada, se yergue impoluta y sugiere un refugio fantástico. Adentro, la claridad de los muros y las diminutas bancas de madera natural veteadas, contrastan con los cuadros de las estaciones del viacrucis; piedad y puerilidad; fe, ensueño y devoción festiva, se funden en estas imágenes retocadas y pudieron haber sido pintadas –observó Sebald- en el siglo XVIII; la capilla era tan pequeña, “que seguramente más de una docena de personas al mismo tiempo no habían podido cumplir con sus oficios divinos”. Agrega que después de treinta años de alejamiento volvió a su pueblo y, al pasar por la pradera de Krummenbach , “permanecí un buen rato bajo los últimos árboles, contemplando desde la oscuridad cuan maravillosamente cae la nieve gris blanquecina, con que mutismo el poco color macilento se diluía en los campos húmedos y abandonados” [y] “me senté unos minutos en el interior de aquel estuche amurallado. Fuera, por delante de una ventana diminuta, se deslizaban los copos de nieve, y pronto tuve la impresión de encontrarme viajando en una balsa”. Éstas líneas son parte de “Il ritorno in patria” ( Vértigo). Sebald describe los territorios de su infancia. La vida en el recuerdo y la ficción pactan una alianza y se embarcan en una narración crepuscular; alba y ocaso aspiran y exhalan el mismo ritmo anímico. El lugar más importante de la narración se llama “W.”; corresponde a la misma letra de su primer nombre que decidió omitir en las portadas de sus libros para alejar la presencia de su pasado inmediato.


Sola, a la orilla del bosque y a unos doscientos metros de las casas más próximas, la capilla es como un secreto talismán del escritor; uno de los límites en las caminatas de la infancia con su abuelo; ausculta los resquicios de la memoria individual e histórica. El novelista termina por esculpir, en la remembranza, una suerte del errancia edificada en la escritura.



Una tarde de noviembre de 1987, después de un viaje por Verona, el escritor regresa a Inglaterra “…no sin antes pasar por W. adonde no había vuelto desde niño […] Hacia más de treinta años que no había estado en W.” El tiempo transcurrido no había evitado que diversos sitios vinculados con su pueblo natal, aparecieran en sus sueños con reiteración. En el relato no impera la precisión cronológica; se deduce a través de conjeturas y detalles que Sebald regresó antes a Wertach, por ejemplo, si es cierta la declaración, regresó a casarse. Claro, él escritor anotó el trasunto: W. El capítulo final de la primera novela de Sebald, además de dar claves y referencias biográficas –que son menos directas de cuanto parece- es un ejemplo de la búsqueda de la memoria histórica y cotidiana; la anécdota infunde consistencia a los sujetos nombrados y singulariza el sentido a la presencia de objetos, las plantas, los animales; la sustantivación ilumina las cosas, incluso las resplandece. Las frases en el autor de Sin contar no recrean los espacios al describirlos; son reinvención desde un realismo cuya atmósfera, siempre es exacta en la intensificación de su gravedad al meditar sobre la fugacidad y las paradojas de la existencia. La memoria en la escritura sebaldiana se sostiene en el detalle de la minucia obsesivamente fraguada. En sus narraciones, la contemporaneidad es un impulso (el síntoma) que indaga en la memoria de colectividades. El pasado se actualiza cuando se le nombra con sus atributos más básicos, incluso si son rudimentarios (como parte de los finísimos artificios estilísticos). El escritor nos deja entrever momentos de su vida de manera fragmentaria; en la descripción de espacios familiares, casi siempre en el vaivén de algún nuevo itinerario, continua el recuento de pasajes de existencia propios o ajenos, cuyo parentesco él vincula con anécdotas de historia novelada; la escritura lo transporta por sinuosos y desconocidos rumbos que ante cada lector aparece entre pasajes y estaciones.


Es revelador que todas sus novelas comienzan narrando viajes que él mismo realizó. La única excepción parcial, como arriba se ha descrito, esVértigo cuya referencia autobiográfica explícita y extensa aparece en el último capítulo. En todos los casos, el azar, los viajes de estancias breves y las mudanzas, están presentes. El viajero va en pos de una revelación o intenta escapar de alguna tribulación, sólo para acumular peripecias que devendrán, registro y clasificación de múltiples saberes, apuntes de clases, crónicas, reportajes, en diarios novelados, microhistoria fragmentaria.


El tono ensayístico denota, asimismo, la preocupación de Sebald por las ideas; el discurso que lanza, sitúa y ordena las interrogantes ante el desmoronamiento de la cultura en todas sus acepciones. La añoranza, el desamparo ante los distintos desastres que padece el mundo contemporáneo, siempre están presentes en su escritura, sostenida por una honda racionalidad melancólica que muy probablemente heredó de la persona que más amó en su vida: Josef Egelhofer, su abuelo materno, quien durante veinte años fue el comisario de la policía en Wertach. Fue el personaje más entrañable en la vida del escritor; con él descubrió la naturaleza y el placer de caminante, recorrían juntos los bosques bávaros y le avistó huellas del Holocausto (laShoah) cuando asistía a la escuela de Oberstdorf. El escritor deja constancia del abuelo a lo largo de su obra; parece simbolizar la heroicidad en contraste con su padre de quien estuvo distante física y, sobre todo, afectivamente.


Antes de su muerte repentina, había concluido la investigación para una novela sobre la “educación sentimental” en Alemania durante el nazismo.


La tarde del viernes 14 de diciembre de 2001 -en Norfolk, Norwich- un camión de carga se estrelló contra el automóvil de Winfried Georg Maximiliam Sebal, en medio de la carretera, al este de Inglaterra, no lejos de las aguas del mar del Norte. Sobrevino un infarto que lo paralizó. La muerte llegó al instante. Su hija, quien lo acompañaba, sobrevivió.

domingo, 8 de maio de 2011

Sombras iluminadas: un esbozo monográfico sobre Theodor W. Adorno (III)


El estilo en Adorno

Se ha repetido que el estilo literario de Adorno es un estilo musical trasladado a palabras; para Löwenthal es un ir probando-cerrado; su formato está entre el aforismo, el ensayo y el fragmento. "Adorno cambió de estilo durante el periodo de su habilitación de Cornelius a Tillich de 1927 a 1930, cuando abraza la filosofía como una nueva actividad profesional y produce una prosa más poética” (Delahanty, 1986: 119). Uno de los aportes de Adorno fue su crítica a la cultura y el medio ideal para expresarlo será el ensayo que aparece, entre otras razones por la complejidad de la composición, la inversión y la variación de elementos temáticos. "Adorno no escribía ensayos, los componía, y era virtuoso de los medios dialécticos. Sus composiciones verbales expresaban una ‘idea’ a través de una secuencia de reversiones e inversiones dialécticas. Las frases se desarrollaban como temas musicales: se replegaban sobre sí mismas en una continua espiral de variaciones" (Buck-Morss, 1981: 213).

También se ha dicho que la estancia de Adorno en Viena y el contacto con Berg dejó huellas en estilo del filósofo quien recuerda de sus clases con el autor del Concierto de cámara, "el principio primordial trasmitido por Berg era el de la variación; al contrario de Schönberg, no le gustaban los contrastes violentos" (Adorno: 1990: 42). Pero no es menos cierto que Adorno interpretó de manera muy particular las ideas y el método de composición del compositor vienés que crítica con insistencia a quienes buscan a través de los efectos (sonoros) de la música la belleza de la forma exclusivamente, y otros procedimientos poéticos. Schönberg rechaza el efecto atribuible a la música (acentuado, además, por los excesos del discurso verbal).

En el inicio de El estilo y la idea (serie de ensayos musicales) Schönberg es enfático al señalar:

Son relativamente pocas las personas capaces de comprender, en términos puramente musicales lo que la música expresa. El suponer que una pieza de música debe acumular imágenes de una u otra especie y que si estas faltan la pieza no ha sido entendida o carece de valor, es algo tan extendido como solamente puede serlo lo falso y lo vulgar. (Schönberg, 1963: 25)

Adorno está lejos de quedarse en el efecto; uno de sus grandes logros, incluso desde una primera lectura, es una integración de la música en todos sus ámbitos: desde la composición, su estructura, su forma, hasta las repercusiones de su ejecución por una colectividad, pero esa colectividad, ciertamente, está individualizada, de ahí una de las mayores críticas a Adorno que «jamás identificó praxis teórica con práxis revolucionaria. Una “transformación de la conciencia filosófica” (o un “cambio de la conciencia musical”) no provocaría una transformación en las condiciones sociales reales. Esta última podría producirse “sólo socialmente, transformando la sociedad”». Entonces, ¿cómo acercarse críticamente a Adorno y rescatar sus aportaciones? ¿Es posible no pensar en una inmediata transformación social, sino en una asimilación de los fenómenos musicales a través del bagaje de la sociología musical? Es posible un rescate, a pesar de que —como señala Susan Bucks-Morss— Adorno jamás explicó completamente la naturaleza de la relación entre teoría y cambio social; con todo y que parecía claro que veía en la negatividad crítica una fuerza crítica en sí misma; y de ese modo se podía, al menos, alcanzar el conocimiento de la verdad (Buck-Morss, 1981: 92). La respuesta es afirmativa y demostrable de inmediato. ¿Qué no es suficiente con que los componentes del fenómeno cultural —en este caso la música— se sitúen, se aquilaten, se valoren y se detecten las alteraciones a su paso y condicionamientos de una sociedad y un status quo llamado cultura? En sus análisis musicales Adorno observa implícita o explícitamente la manipulación de la música, pero sobre todo de las masas; establece una relación entre los dos sentidos de cultura, el antropológico (cultura es todo) y el elitista (cultura significa las grandes manifestaciones artísticas: literatura, teatro, música, danza, etcétera). Él forma parte de las dos, como conocedor excepcional que, sin embargo, sitúa las implicaciones de todos los fenómenos e incluso hechos cotidianos (como en Mínima moralia); su crítica a la desigualdad social está presente. ("Toda cultura sólo consigue sobrevivir en virtud de la injusticia ya perpetrada en la esfera de la producción, al igual que el comercio"). Pero siempre niega la integración de los elementos de la cultura, niega también su depuración y su autenticidad en sí misma ("el hablar de cultura fue siempre contrario a la cultura"); hay una ideología que siempre condiciona y altera los fenómenos culturales ("entre los motivos de la crítica cultural, uno de los más antiguos y principales es el de la mentira: que la cultura crea la ilusión de una sociedad digna del hombre que no existe; que oculta las condiciones materiales sobre las que se desarrolla toda obra humana"). De este modo la función de la crítica dialéctica para el filósofo no era -como se hace con frecuencia- exaltar la separación entre la mente y la materia, entre el arte y la administración, entre la cultura y la civilización, ni tampoco cubrir las grietas, como si nunca hubieran existido.

Adorno observó con reticencia la abierta relación entre arte y política. Sólo defendía los modernismos que se negaban al compromiso político y social directo:

[sólo] escritores como Beckett, Celan o Kafka, que se negaban a retroceder ante el fracaso de la comunicabilidad, eran fieles al poder crítico del arte sólo ellos ofrecían un atormentado testimonio de la muerte del sujeto en la vida moderna, que ni el didactismo modernista de Brecht ni el "sano" realismo defendido por Lukács reconocían. Sólo ellos arrebataban a la desintegración objetiva del lenguaje una imagen negativa de un mundo el que algún día podría lograrse el significado. (Jay, 1988: 122)

Es innegable, por otra parte, que en la llamada cultura popular la manipulación es más obvia y grotesca. De ahí la importancia de la distinción que hace Adorno más que referirse a la cultura de masas se refiere a la "industria de la cultura" que es algo semejante a la cultura, pero hay que distinguirlo —aquí ya está presente la mentira—; la industria de la cultura es una forma contemporánea de la cultura popular. Uno de los temas más vigentes del pensamiento de Adorno está en el proceso de alienación a los individuos (dentro de una colectividad) con los productos de entretenimiento (ejemplificados cabalmente, por decirlo así, en la industria del entretenimiento para las masas que es la televisión). Él insistía en que las diversiones de masas escamoteaban a los hombres las posibilidades de desarrollar actividades, en verdad, valiosas y más aún satisfactorias. Al mismo tiempo a través de los productos que se ofrecen, se crean promesas y la ilusión en un mundo inexistente para los consumidores de las formas de vida re-presentadas: se presentan modelos, aspiraciones y comportamientos tan anhelantes como engañosos:

La industria de la cultura escamotea constantemente a sus consumidores lo que consecuentemente promete. El pagaré que, con sus tramas y representaciones, extiende sobre el placer es prolongado indefinidamente; la promesa que es en lo que en realidad consiste todo el espectáculo es ilusoria: lo único que en realidad confirma es que el objetivo real no será alcanzado nunca.[20]

Un texto revelador —diríase un modelo de crítica musical— alcanzable para un amplio sector de lectores por los distintos ámbitos analizables es "Para comprender la música nueva" (1966). Adorno utiliza un tema preocupante en los años sesenta en la Europa inundada de vanguardias y de extraños y llamativos ismos: la comprensión de la música llamada de vanguardia, ahora que es nostálgico recuerdo; ahora que a muchos creadores les inquieta correr riesgos y que la experimentación es sólo un decorado. Tienen pavor a la incertidumbre de la experimentación, cuando no, desdén. Adorno señala que las explicaciones hechas a la nueva música —en ese momento— son insatisfactorias (siguen siéndolo para la mayoría de los oyentes, incluso avezados) y repite una pregunta que de distintas maneras nos hemos hecho todos ¿por qué es tan difícil entender el arte contemporáneo? A la música moderna se le acusa de asocial, pero es en virtud de la "inadecuación que hay entre obra y oído, es decir, entre lo que se oye y lo que sé siempre se ha oído”. El problema es el de la consonancia-disonancia,[21] más concretamente es de la tonalidad. Entretanto, Adorno aclara que entre la música escrita y el fenómeno oído no hay coincidencia. La tonalidad[22] es un producto histórico que nos resistimos a abandonar. La tonalidad —señala el filósofo— establecía una mediación entre un lenguaje musical inmediato y unas normas cristalizadas en el interior de ese lenguaje. La música nueva rompe la relación entre lenguaje y norma; es decir el discurso (que aquí puede ser asociado con la tonalidad) y su exposición (el manejo de los materiales: estructura y forma). Parte de esta resistencia a lo "nuevo" (que por cierto, eso, nuevo en la música ya tiene más de cien años de haber aparecido) tiene que ver con el condicionamiento que impone la llamada música ligera y el carácter mercantil que ha ido adquiriendo la música en todos los niveles: desde la música popular hasta la música culta en la cual los elementos tecnológicos han deteriorado el sentido de la música tal como fue concebida originalmente. El mismo Adorno no fue optimista ante el potencial emancipador de la tecnología: "la industria cultural absorbe dentro de sí una porción cada vez mayor de los denominados bienes culturales elevados, con o sin arreglos". En este sentido la música contemporánea ha sido un dique contra la superficialidad que llega a una pedestre cursilería.

Para Adorno innegablemente es el poder de la tonalidad que deja inteligible a la nueva música. Hay un "placer de la repetición regresiva" que envuelve, machaca y perfora el oído del oyente hasta la enajenación. Este proceso no es fortuito; la misma aparición y conservación de la tonalidad tampoco es una casualidad. Pero parte de la dificultad para comprender la música actual proviene de no reconocer la cosificación que han sufrido los gustos del oyente; es también la negación de los principios no sólo estéticos sino también ideológicos aceptados y deseados. Aunque la sola audición de un nuevo lenguaje, por sí sola no asegura, siquiera, el vislumbramiento de la conciencia del oyente ni tampoco del creador de lo nuevo: "la cultura que se imagina está ofreciendo resistencia a la barbarie muchas veces lo que hace por su mentalidad reaccionaria es ayudar a esa barbarie".[23]

Detrás de la explicación central de Adorno, hay temas, motivos iluminadores que más que responderse, con su sola mención crean preguntas al lector que perderá -si es que existe- su ingenuidad al escuchar música. En "Para comprender la música nueva" hay preguntas que atañen al oyente, al compositor y a la industria de la cultura de la cual nadie se puede disuadir aunque no forme parte de ella directamente. Pero con nuestras frecuentaciones musicales estamos formando parte de esa "industria". Elitismo, Stablishment, enajenación, conciencia, racionalidad-emotividad, son sustantivaciones que Adorno muestra a sus lectores como iconos por utilizar que los usuarios de los procesadores de textos ven en sus monitores mientras escriben. Adorno se refiere al esfuerzo de enfrentar la nueva música, salvable con fantasía, lo cual exige, por supuesto, concentración. Una secuela de esa especie de imperio de la consonancia es un hecho al que Adorno también se ha referido en la apropiación de la gran música a través de las melodías susurrables, cantables, que en su repetición llevan a la nadería: una glotonería auditiva por lo más superficial, edulcorado y memorable, que conduce al tedio, la antesala del vacío y aislamiento del oyente de sí mismo. Al explicar la música Adorno siempre rebasó la esfera del mundo de los sonidos; siempre estableció un vínculo con la sociedad, observada desde distintos espacios.[24] Pero más que explicarse el origen social de los creadores, enfatizaba las implicaciones objetivas de sus propias obras en la sociedad; para él los logros estéticos y los contenidos sociales eran indivisibles ("La cuestión social sólo puede ser significativamente planteada sobre la base de la cuestión de la calidad estética"), porque cualquier música auténtica "no es individual, sino colectiva". La misma música, en cualquier lugar que se escuche, revelará las contradicciones que signan a la sociedad actual; ésta -a su vez- se distanciará de la música por esas contradicciones.

Consecuente con su tiempo, Adorno fue pesimista —como su amigo, Walter Benjamin y su maestro, Alban Berg—; su pensamiento –impugnador y vigoroso- se negó a la posibilidad de una estética positiva. Aunque también se le acusó de cargar un "lastre filosófico", el mismo Berg señaló que era una moda "fastidiosa". Y para los seguidores de los compositores que no eran del agrado de Adorno -por ejemplo Robert Kraft, devoto de Stravinski-, el proyecto de relacionar la música con una filosofía de la historia y con la sociología era perniciosamente ideológico.

Adorno se lamentó de la disminución de la capacidad para responder críticamente y con fundamentos; ese declive era proporcional al poder de la industria de la cultura. Aunque Adorno por más crítico que fuera también podía ser parcial, o sencillamente opinaba desde el lugar de su erudición:

La situación imperante, imaginada por la tipología crítica no es culpa de los escuchas de una forma y no de otra [...] esta situación surge de las capas sociológicas más bajas: de la separación del trabajo intelectual y el manual o de las formas de arte superiores e inferiores; más tarde de la semicultura socializada; y finalmente del hecho que es imposible una conciencia justa en un mundo injusto.[25]

Parte de la labor para revalorar el pensamiento de la sociología musical de Adorno consiste en precisar las propias contradicciones del pensador y no apuntarlas para desmerecer su pensamiento sino para desbrozar sus ideas, a la luz de una realidad y un contexto determinados, y contextualizarlas en análisis determinados.

En un momento en el que las vanguardias ya son historia y en que la experimentación en el arte parece ser un tema de asignatura académica, el pensamiento de Adorno puede resultar pesimista, sin embargo la realidad cotidiana no es más esperanzadora. Al arte bello, accesible y sin desórdenes podría oponérsele una interpretación con una hermenéutica basada en algunos principios de Adorno. No pocas obras, autores, tendencias y públicos quedarían desnudos; todas sus flaquezas serían advertibles en una primera instancia. Habría que dosificar esa especie de ilusionismo y el necesario matiz de entretenimiento que se le confiere a la música para que sea fácilmente asequible y consumible.

Adorno valoraba ciertos tipos de arte modernista por su destrucción de la ilusión de la belleza totalizada, orgánica que sustentaba a la estética tradicional [...] el arte sólo sería quizá auténtico cuando se hubiera liberado completamente de la ida de autenticidad, del concepto de “ser-así y no de-otro-modo". [...] había una jerga estética de la autenticidad que no era menos perniciosa que la jerga filosófica, porque intentaba resucitar el aura de una bella ilusión que el modernismo socavaba sin piedad. La aceptación de lo "feo", lo disonante en el arte [...] era un signo de la creciente capacidad del arte para ponerse en tela de juicio [...] se niega a tratar de encantar de nuevo a un mundo desencantado. (Jay, 1988: 150)

Las cuotas que la libertad exige no son pocas, parece decirnos Adorno; la libertad conlleva el costo de sospecha y duda permanentes; también nos hace ver el propio riesgo a la esterilidad —en todas sus acepciones— a que estamos expuestos. Él mismo fue acusado de repetirse ad libitum, de haber manejado varios temas hasta la saciedad[26] pero su integridad como pensador es innegable; más aún, la relación entre el hombre y el filósofo son inseparables. Sobresale un reiterado alejamiento de los orígenes —su país, su infancia, sus ideales de compositor malogrado, las ideas esenciales que motivaron sus estudios como pensador— y una necesidad de búsqueda para reencontrase con todo, pero sobre todo con él mismo. Tal vez este fue el mayor reto de Adorno, como de muchos creadores y artistas en su tiempo. Un pensador nato —con un permanente cuestionamiento de todo— busca la belleza que gestan los creadores; él llevó la reflexión a un nivel artístico porque en sus mismos planteamientos está implícita la aspiración del refinamiento de los sentidos y de la racionalidad en un mundo que le pareció bárbaro. Adorno aparece como el retrato que refleja "la tristeza de un mundo anhelado que no existió y la impotencia de un mundo que no se transforma cualitativamente en fuente de vida para todos" (Delahanty, 1986: 140).

Si es cierto que, como dice Martin Jay, Adorno fue un "ambicioso fracaso" (para quienes desean respuestas sólidas e inequívocas) no es menos cierto que el fracaso, fue un estímulo de indagación que, en este caso estuvo lejos de la esterilidad. En Adorno el fracaso alcanza la fertilidad, tangible en su obra. Theodor W. Adorno es un modelo de rigurosa depuración del hombre contemporáneo.


Notas (de la tercera parte)

[20] M. Horkeimer y T. W. Adorno, Crítica de la ilustración, citada en Jay (1988: 113). Lowenthal señalaba una frase que gustaba de repetir Adorno: "la cultura de la masas es psicoanálisis al revés" porque en vez de curar las personalidades autoritarias ayudaba a que se desarrollasen (Jay, 1988: 114).

[21] Stravinski, un compositor que Adorno crítico —como a Wagner— severamente como un ejemplo de la decadencia total de la música burguesa. Señala con gran claridad: "La consonancia, según el diccionario, es fusión de varios sonidos en una unidad armónica. La disonancia es el resultado de un quebranto de esta armonía por la adición de sonidos extraños [...] en el lenguaje escolar, la disonancia es un elemento de transición, un complejo o un intervalo sonoro que se no se basta así mismo y que debe resolverse para la satisfacción auditiva, en una consonancia perfecta [...] todo esto supone un estilo en el que el uso de la disonancia estipula la necesidad de una resolución. Pero nada nos obliga a buscar constantemente la satisfacción en el reposo [...] la disonancia no es ya un factor de desorden, como la consonancia no es tampoco una garantía de seguridad" (Stravinski, 1977: 38).

[22] Sobre la tonalidad tradicional Adorno señaló que representaba únicamente una etapa concreta en el desarrollo de la música, que estaba siendo reemplazada por otra (Jay, 1988: 128).

[23] Véase "Para comprender la nueva música" (Adorno, 1968: 146).

[24] Jay anota que Adorno fue un valioso sucesor de Max Weber cuya obra, Los fundamentos sociales y racionales de la música (1921), fue publicada apenas una década antes del primer análisis sistemático de Adorno "Sobre la situación social de la música" (Jay, 1988: 124).

[25] Theodor W. Adorno, Introducción a la sociología de la música, citado por Jay (1988: 132).

[26] Repetirse, escribía Tretjakov, es vivir de la renta. Adorno fue incapaz de abstenerse de consolidar su capital. Su última filosofía tiende a derivar en interminables variaciones de la primera erigiendo sus impulsos antisistemáticos en un sistema cerrado, que, con suma facilidad, se convierte en un síntoma de su propio diagnóstico. La crítica de Adorno a gran escala parece muy repetitiva, tanto por su lenguaje como por sus temas y consecuentemente estática, cualidades que sólo pueden preservar la individualidad de Adorno a costa de sacrificar importantes diferencias individuales en la música que estudia y cualidades que el propio Adorno crítica en la música posterior a Beethoven como antitéticas de la definición de individualidad (Jay, 1988: 154).


Bibliografía

Adorno, Theodor W. (1968), Impromptus. Serie de artículos musicales. Barcelona: Laia.

_____ (1975), Mínima moralia. Caracas: Monte Ávila.

_____ (1990), Alban Berg. El maestro de la transición ínfima. Madrid: Alianza.

Buck-Morss, Susan (1981), Origen de la dialéctica negativa. México: Siglo XXI.

Delahanty, Guillermo (1986), Nostalgía y pesimismo. Teoría crítica-musical de Theodor W. Adorno. México: Universidad Metropolitana (Correspondencia).

Jay, Martin (1988), Adorno. Madrid: Siglo XXI.

Rostand, Claude (1986), Anton Webern. Madrid: Alianza.

Samuel, Claude (1965), Panorama de la música contemporánea. Madrid: Guadarrama.

Schönberg, Arnold (1963), El estilo y la idea. Madrid: Taurus.

Stravinski, Igor (1977), Poética musical. Madrid: Taurus.

Thomas, Karin (1978), Diccionario del arte actual. Barcelona: Labor.


Por Roberto García Bonilla

Sombras iluminadas: un esbozo monográfico sobre Theodor W. Adorno (II)


La música o la aspiración sublime. Adorno el músico y filósofo musical

La música [...] salva todo nombre como sonido mudo, más el precio de separarse de las cosas.

T. W. Adorno

La obra musical de Adorno abarca cerca de medio centenar de opúsculos, la mayor parte son piezas para piano y para voz con acompañamiento; el archivo de Adorno en Frankfurt conserva, además, más de treinta esbozos y fragmentos del músico y filósofo. Destacan su obra para orquesta opus 4 —seis piezas cortas (1929)—; Alban Berg observaría la importancia de las canciones, el Cuarteto y el Trío de cuerdas. Toda la música de Adorno fue atonal. Entre finales de 1932 y el verano de 1933 escribió el texto y dos fragmentos musicales de la opereta El tesoro del indio-Joe, basadas en Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain (1835-1910). En esta obra hay una permanente referencia a la niñez. El texto contiene sólo dos fragmentos de música; Adorno envió el texto a su amigo Walter Benjamin, quien respondió que el tema no le pareció muy afortunado porque creía que la infancia sólo puede evaluarse, alrededor de una excavación cubierta con sangre del sacrificio. El músico, muy vulnerable a la crítica, se inhibió con la opinión de su amigo y no finalizó la opereta. Adorno no volvió a componer después de 1945, aunque planeaba entregarse a la creación musical cuando se jubilara . Existen un fragmento para violín solo de 1956 y el inició de “Extractos para piano de webern opus 9”, escritos hacia 1960. En los textos seleccionados por Adorno, para sus canciones, hay motivos infantiles y políticos; entre los autores escogidos se cuentan Friedrich Hölderlin (1770-1843), Stefan George (1868-1933), Georg Trakl (1877-1914), Theodor Däubler (1876-1934), Franz Kafka (1883-1924) y Bertold Brecht.

Adorno escribió sobre música de cine; en California colaboró junto con Hans Eisler (1898-1962) en Hollywood (1940-1943). Ambos obtuvieron el financiamiento de la Fundación Rockefeller para investigar sobre música, dirigiendo Adorno el proyecto Princeton-Radio Research. El producto de su cooperación fue el libro Música y cine (1947), impreso únicamente con el nombre de Eisler; el hermano de Eisler, Gerhard, era perseguido por su filiación comunista, Adorno se alarmó y borró su nombre de la portada. El libro se basa en las teorías y formulaciones de Adorno.

"La música escucha por el oyente”, y el cine pone en práctica, conforme a la norma que dicta el trust, la misma dulzarrona treta de aquellos adultos, que al tiempo que les meten a los niños algo por los ojos no dejan de hablar a los regalados de lo mucho que ello les conviene, para terminar ofreciéndoles el más dudoso regalo [...] La industria de la cultura[7] está modelada según la regresión mimética conforme a la manipulación de impulsos imitativos reprimidos. (Adorno, 1975: 220)

Eisler cree —al igual que Brecht— que la música puede ser activista, Adorno, en cambio, apunta al interior de la música; una crítica social será inmanente desde adentro de la producción artística, así, en la lógica interna de la música es una forma para detectar las contradicciones sociales.


La segunda Escuela de Viena

Componer y escuchar música, leer concentradamente son momentos integrales de mi existencia. A la inversa mi trabajo —la producción filosófica y sociológica y la docencia en la universidad— me ha resultado hasta ahora placentero, que yo no podría concebirlo respecto del tiempo libre, según esa antítesis que la clasificación habitual requiere de los hombres.

Theodor W. Adorno[8]


El imperio austro-húngaro había caído en 1918 y Viena era una ciudad derruida donde confluían monumentos feudales con edificaciones que representaban la modernidad. Era una ciudad capitalista, pero con predisposición feudal; la depresión agrícola contrastaba con la lustrosa frivolidad de los cafés, la música de vals. Krauss habría dicho: "En Berlín las cosas son serias pero no carecen de esperanza; en Viena carecen de esperanza, pero no son serias". No olvidar que la aristocracia un siglo antes había albergado a los grandes compositores del clasicismo germánico; recordar a Brahms (1833-1897), Beethoven, Schubert (1797-1828), Haydn (1732-1809) y, antes, Mozart (1756-1791). La aristocracia era antisemita y relacionaba a los judíos con los empresarios y a éstos con los advenedizos. Con todo, los judíos contribuyeron mucho a la conformación de la élite cultural y se identificaron con la herencia intelectual alemana.

El ambiente filosófico era neokantiano;[9] la metafísica estaba desacreditada y los problemas de la verdad se identificaban con los problemas lógicos y del lenguaje, pero pensadores como Ludwing Wittgestein (1889-1951) dudaban de que las cosas en verdad significativas pudieran decirse. No podía hablarse de sexo y, por lo tanto, era muy importante. Sigmund Freud (1856-1939) fue atacado y rechazado porque su terapia se proponía superar la misma moral de la represión. Su conservadurismo no impidió a Viena ser la residencia de los expresionistas, incluyendo a Trakl y Oskar Kokoschka (1886-1980), así como Schönberg. Adorno dijo aludiendo a esta ciudad que todo lo nuevo encontraba resistencia, sólo para ser defendido más tarde como la nueva tradición. Se tenía, por otra parte, la conciencia de la esterilidad de las palabras para proporcionar a través de la cultura, una unidad y cohesión nuevas de la sociedad: "Todo se cae a pedazos —anotó Hugo von Hofmannsthal (1874-1929)—, los pedazos a su vez se pulverizan, y nada permite ya ser aprehendido por concepto alguno" (Buck-Morss, 1981: 41).

Los percances de la Viena cultural se personificaban en Karl Kraus; su revista satírica Die Fackel (1899-1936) consignaba la historia de la ciudad vienesa que tan acremente criticaba. Él quería no "hacer" noticias sino "deshacerlas"; pacifista y prosocialista era, en cambio, opositor de los partidos socialistas y enemigo del movimiento sionista de Theodor Herzl (1860-1904), quien publicó el panfleto Der Judenstaat (1896) y, conmovido por el antisemitismo fue el primero en pugnar por política inmediata -reconocida internacionalmente- que condujera a un Estado Judío. Kraus, por su parte, había sido católico por 12 años. Defendía a prostitutas y homosexuales. Decía que el escándalo comienza cuando interviene la policía. La revista Die Fackel alcanzaría novecientos veintidós números. Para Krauss la crítica del lenguaje se transformó en un acto de protesta social. La verdad residía no sólo en cuánto se decía sino cómo; la forma era inseparable del contenido. La idea de que el lenguaje que proporciona una "imagen" (Bild) de la realidad y la identificación de esta imagen con la verdad, vinculaban a varios intelectuales incluyendo a Arnold Schönberg quien anotó en un ejemplar de su Tratado de armoníaHarmonielehre (1911)— que obsequió a Kraus: "He aprendido más de usted, de lo quizás debería aprender un hombre, si quiere seguir siendo independiente" (Buck-Morss, 1981: 43).

Adorno señala que a Berg le impresionó la reacción de Schönberg. La teoría musical de la escuela schönbergiana era paralela a la teoría del lenguaje de Kraus. La composición musical —para el autor del Pierrot Lunaire— era una "representación" de la verdad, signada por una claridad de expresión, lograda a través de una adhesión estricta a las leyes del "lenguaje" musical, a partir de la lógica interna de la composición desarrollada.

La posición de Schönberg fue radical en relación con la estética del siglo XIX cuyos parámetros estaban flanqueados por el debate de wagnerianos y antiwagnerianos. Los primeros afirmaban que la música era expresión subjetiva de una verdad, cuyo origen estaba en el dominio eterno, natural e irracional del espíritu, y debía ser valorada por su efecto emocional y dramático. Esta visión romántica fue enfrentada por el célebre crítico y violinista Eduard Hanslick (1825-1904) —gran defensor de Brahms—; sostenía la posición clásica, afirmando que la música era autosuficiente, no necesitaba expresar nada más que el propio material temático que desarrollaba de acuerdo con la lógica interna de la composición.

Lo que hizo Schönberg fue combinar elementos de ambas posiciones; del romanticismo wagneriano y del clasicismo anterior, pero ya con una nueva configuración, alterando, por lo tanto, todo el contexto de la discusión. Como Wagner, él creía que la música expresaba la verdad, pero aseguraba que ésta era objetiva, más que subjetiva, y que exigía más una articulación racional que la inmediatez emocional y que el efecto de la obra sobre la audiencia era un elemento extraño a su validez, es decir que no tenía que haber por fuerza un vínculo (implícitamente alude a los condicionamientos externos del oyente, fuera del control del compositor). Schönberg utilizaba el conservadurismo de Hanslick para justificar los medios musicales más radicales, y era la música de Wagner, la que resultaba comparativamente conservadora.

En el Tratado de armonía (Harmonielehre) —su histórico manual de composición— Schönberg justifica la demolición revolucionaria de la tonalidad que había dominado la música durante la era burguesa. "La tonalidad no es ninguna ley natural de la música". El impacto que produjo a los teóricos tradicionales fue proporcional a su rechazo.

Una de las características del expresionismo[10] fue negarse a aceptar por completo las normas burguesas. Pero mientras que los expresionistas contemporáneos como Klee en el arte o Trakl en poesía se reducían a un ámbito subjetivo, psicológico, Schönberg se concentraba en el propio material (la partitura).

Aunque Adorno no se identificó por completo con el expresionismo, le sirvió como modelo de vanguardismo; en su forma más progresiva era él mismo; respetó profundamente a figuras como Kafka y Trakl. Él creía que el expresionismo había sido el modernismo (vanguardismo) más sensible a las formas en que el mundo administrado imposibilitaba la relación de la utopía, sobre todo su descripción de la angustia producida por la disolución del mundo burgués. En su opinión, lo que hizo que el expresionismo fuera leal a la promesa utópica de felicidad en el arte fue su implacable fidelidad al sufrimiento del hombre, en nuestros días, que modernismos posteriores fueron incapaces de rescatar. Para Adorno el ejemplo más lamentable de esta incapacidad se produjo en el espacio de la música, incluso ocurrió en la misma escuela en la que él se educó (Jay, 1988, 123). La mención parece aludir aquí sobre todo a los imitadores de la teoría de los doce sonidos.

La música de Berg y de Webern, más aún que la de Schönberg, se había identificado con el expresionismo: "La música de Webern corresponde, como quizá ninguna otra a las pretensiones del expresionismo", por su "lirismo aparentemente ahistórico, absoluto", pero al sostener la idea de la verdad de música y conferirle validez estética, exigía que fueran entendidas dialécticamente. En su "ahistoricismo" Webern precisamente se conectaba a la historia: "Su extremado individualismo es la culminación del romanticismo [individualismo], exaltado hasta el punto de su inversión histórica (Umschlag)". La música de Webern posee historia a pesar de la ausencia aparente de desarrollo (que también puede entenderse como la ausencia de un discurso musical reconocible): "Su origen es auténticamente dialéctico, y posee en su interior suficientes antítesis como para transformarse dentro del estrecho espacio que le es concedido".[11]

Arnold Schönberg prefería enseñar a sus alumnos práctica de la composición, en lugar de teoría («estaría orgulloso si [...] pudiese decir: “he privado a mis alumnos de composición de una mala estética, pero les he dado a cambio una buena teoría de su oficio”»). Para el guía —cuya primera obra donde suprime la tonalidad es el Segundo Cuarteto de Cuerdas (1908)— el genio del compositor residía en su habilidad para desarrollar las potencialidades objetivas del material, pero éstas debían ceñirse a la lógica del lenguaje musical, del mismo modo que para Kraus, las expresiones verbales se adhieren a la lógica gramatical. Si esta lógica era histórica, lo que se llamaba "atonalidad" no era tanto el rompimiento con la tonalidad como su culminación. Significa que el principio del cromatismo wagneriano -iniciado con el histórico Preludio de Tristán e Isolda en 1865- llegaba al extremo: significa que la tonalidad se destruía a sí misma.[12]

Adorno aceptó que la superación de la tonalidad y de las formas tradicionales era una necesidad musical; escribió una serie de artículos en defensa de los integrantes de la Escuela de Viena (1925); esos artículos, más que apologistas, estaban gestando su teoría estética, lo cual conllevaba sustentos filosóficos de la dialéctica, no manejados por el mismo Schönberg. Aunque todavía no se advertía una orientación marxista se evidencian, cómo los estudios de Adorno de la lógica de la música estuvieron presentes en su comprensión de la lógica dialéctica. En el desbrozamiento de estos elementos se encuentra gran parte de la originalidad de la teoría de Adorno, que más tarde proclamaría a Schönberg como "el compositor dialéctico":

Después de Schönberg la historia de la música no será ya un destino fatal, sino que estará subordinada a la conciencia humana. Subordinada [...] a una conciencia que se modifica a sí misma a medida que se modifica la realidad de que ella se sabe dependiente y en la que ella a su vez interviene. Del abismo, del sueño y del instinto ha logrado escapar esa conciencia... [13]

La revolución musical de Schönberg, en síntesis, estimuló y alumbró los esfuerzos de Adorno en el espacio de la filosofía, y es el modelo para su importante obra sobre Husserl: "así como Schönberg había realizado la tarea de la demolición de la tonalidad, la forma decadente de la música burguesa, así el estudio sobre Husserl intentó demoler el idealismo, la forma decadente de la filosofía burguesa" Buck-Morss (1981: 48).

A pesar de esta enorme influencia, Adorno y Schönberg no fueron íntimos, incluso, esté último no estuvo completamente satisfecho de la interpretación de su música hecha por el autor de Prismas. Se conoce sólo una carta en la correspondencia publicada de Schönberg dirigida a Adorno; le solicita, con mucha formalidad, su participación en la elaboración de una enciclopedia sobre la nueva música. Adorno participó con la Encyclopedia of the Arts (1946), aunque había deseado una colaboración más ambiciosa, pero Schönberg, al parecer, fue poco paciente ante el interés de Adorno por fundamentar la nueva música en una teoría estética. Adorno recordaba una carta de Schönberg a Kolisch en la cual anotaba "aquello contra lo que yo siempre he luchado: el conocimiento acerca de cómo [la música] se compone: ¡Yo siempre he buscado el conocimiento de lo que es! Ya he tratado repetidamente de hacérselo comprender a Wiesengrund, y también a Berg, y a Webern. Pero no creen en lo que digo".[14]

La novela de Thomas Mann Doktor Faustus (1947) resiste una historia extraliteraria, no sólo porque su argumento se basa en la vida de un compositor sino porque el mismo Arnold Schönberg reclamó al escritor el despojo de la paternidad de la técnica dodecafónica. La novela está narrada por el filósofo Serenus Zeitblom, amigo del protagonista, el músico Adrian Leverkühn, y contiene la descripción de la teoría musical. El autor de Gurre-Lieder presionó a Alma Mahler-Werfel (1879-1964) para que Mann escribiera la autoría de la técnica dodecafónica al final de la novela en ediciones posteriores. El escritor de Lübeck escribió un libro sobre el origen del Doktor Faustus: Novela de una novela. La primera novela se había gestado desde 1901 y su escritura se inició hasta 1943; la soledad es el tema, y las fuentes de ella van de los cuadros de Durero (1471-1528), el libro de Nietzsche (1844-1900) sobre Lou-Andreas Salomé (1861-1937) hasta las memorias de Hector Berlioz (1803-1869). Durante el proceso creativo Mann se relacionó con grandes músicos como Schönberg, Stravinski (1883-1971), Otto Klemperer (1885-1973), Ernst Krenek, Bruno Walter (1876-1962) y Hans Eisler (1898-1962).

El asesor de Mann en esta novela, sin embargo, fue Adorno; en quien reconocía a un especialista y conocedor de sus intenciones artísticas. El escritor lee las páginas sobre el piano y el músico le comenta fragmentos de sus aforismos sobre Beethoven, "luego, mientras me encontraba al lado del piano junto a él, observándolo, Adorno interpretó para mí el opus 111, íntegramente y de una manera altamente constructiva".[15] Mann llegó a modificar el texto por sugerencia de Adorno. Schönberg y Mann se reconciliaron a través de una carta de 1948 y el libro Novela de una novela, apareció un año después.

Conocí a Schönberg -anota Adorno- gracias a Berg en Mölding, un domingo en que Webern dirigía su Misa en fa menor, en una iglesia del lugar. Pero no tuve contactos más estrechos hasta después en casa de la madre de Kolisch, en la calle Wiedner Hauptstrasse. Berg me llevó ahí consigo una tarde. Aquel día, los Kolisch interpretaron una versión, completamente nueva de Schönberg del Cuarteto en fa menor op. 95 de Beethoven. (Adorno, 1990: 39)

Berg criticó la falta de contenido expresivo de las primeras composiciones dodecafónicas del autor de Pierrot Lunaire; el último Schönberg debía recuperar la expresividad, pero por el contrario este defecto se agudizó aún más, y de manera amenazante, en el conjunto de su producción posterior a 1945 (Adorno, 1990: 38).

La evocación del encuentro Adorno-Berg testimonia la afinidad de estas dos personalidades que parecieron arrastrar en sus vidas una indecible nostalgia por el mundo de la infancia (Adorno) y desdicha por el porvenir (Berg). Comparten un callado pesimismo. Además, hay una veneración del alumno hacia el maestro que alcanza el refinamiento como forma de vida. La comunicación deseada es intangible pero respirable. Adorno escribe con devoción del maestro:

Lo conocí en la fiesta de Allgemeiner Deutscher Musikverein de Frankfurt durante la primavera o el principio del verano de 1924, la tarde del estreno de los tres fragmentos del Wozzeck. Entusiasmado por la obra, le rogué a Hermann Scherchen con quien mantenía contactos, que me presentara a Berg. En cuestión de minutos acordamos que yo iría a Viena a ser su alumno; antes tenía que esperar a doctorarme en julio [...] La primera impresión que había tenido de Berg en Frankfurt había sido la de una extremada amabilidad unida a una gran timidez, la cual logró disipar el temor que de lo contrario me habría podido inspirar el gran hombre admirado. Si intento recordar el impulso que me empujo espontáneamente hacia él, comprendo que, desde luego, fue absolutamente ingenuo, pero sin embargo tenía que ver con un rasgo esencial de Berg: los fragmentos del Wozzeck, sobre todo la introducción a la marcha, y la propia marcha, me dieron la impresión de estar escuchando a Mahler y Schönberg reunidos y en aquel entonces aquello me parecía la auténtica nueva música. Su físico era una especie de modelo para su música; Berg era todavía uno de los últimos retoños de esa generación de artistas que quería imitar a un Tristán enfermizo y lánguido [...] Me resulta difícil describir al Berg profesor [...] Desde nuestra primera clase Berg decidió tratar conmigo sobre mis propias composiciones. Para tener una idea adecuada de cómo era una clase con él hay que recordar cuál era su específica musicalidad. También como profesor reaccionaba lentamente incubando sus ideas; su fuerza procedía de su imaginación espiritual [...] A mi impertinente pregunta..., de por qué en la mayoría de sus obras se encontraban intercalados elementos tonales, contestó sin la menor irritación y asombro que ese era su estilo y no tenía intención de cambiarlo. (Adorno, 1990: 23, 28-29 y 41)

Las aspiraciones de Adorno como compositor no pudieron haber sido más elevadas, aunque compuso pocas obras y tuvo problemas para que su música se ejecutara. Berg, que daba dos veces a la semana clases a Adorno, le reprochaba su entrega a actividades ajenas a la música; se lamentaba del "lastre filosófico" de Adorno a quien consideró "pesado". Es muy probable que advirtiera que, debido a su inclinación hacia la filosofía, estaba más dotado para la crítica musical que para la composición.

Hablar de la Escuela de Viena no deja de ser la memoria de un momento significativo de la historia, ya rebasado estética y formalmente, aunque no significa que la relevancia de este movimiento encuentre su mejor lugar en el olvido. Si hubiese que definir el ideario de esta escuela, más allá de sus aspectos estrictamente musicales, se sintetiza en exigencia y pureza.

En Alban Berg. El maestro del transición ínfima, Theodor W. Adorno (1990) reúne sintéticos ensayos y análisis de la obra de su maestro. Alban Berg sigue siendo el compositor más conocido de la trilogía vienesa que tuvo en Schönberg a su guía: el primero que intenta la constitución de un lenguaje, y que se convertirá en un "hombre viejo y solitario". Luego de extinguirse el escándalo producido con el advenimiento del dodecafonismo en 1923, Anton von Webern (1883-1945) —cuya obra no rebasa tres horas de audición— será el gran innovador, en palabras de Stravinski (1882-1971) la "esfinge legó todo un fundamento así como una sensibilidad y estilo contemporáneos" o "el paroxismo de la sutilidad y de la maestría", a decir de Claude Samuel. Tres estilos opuestos entre sí que se alimentan y conviven, dejando obras que marchan con individualidad. Sus principios artísticos coinciden con el rigor y sacrificio hacia el arte. La ausencia de concesiones es una exigencia de la Sociedad Vienesa de Ejecuciones Privadas. El Manifiesto de esta trilogía vienesa fue redactado hacia 1919 por el propio Berg[16] y su estilo está más cerca de romanticismo de Robert A. Schumann (1810-1856) que de Richard Wagner (1813-1883). Adorno señala que hay una complicidad ante la presencia de la muerte que convive con la obra, consumiendo la existencia del compositor, quien a los 18 años intentó suicidarse por un fracaso amoroso.

Es significativo observar las afinidades entre Adorno y Berg; ambos fueron seguidores de la música de Gustav Mahler. Y al igual que Adorno, Berg manejaba la ironía como un encubrimiento de su vulnerabilidad. La presencia de Schönberg es definitiva en el autor de la Suite lírica que le dedicará sus obras fundamentales: Las cuatro piezas para clarinete op. 5; las Tres piezas para orquesta opus 6 —que en opinión de Stravinski es la esencia de toda su obra, junto con Wozzeck—; el Concierto de cámara con el cual, señala Adorno, se puede hablar por primera vez de música épica en este dramaturgo nato; y Lulu, una "tragedia circense, sobre la hija de nadie de irresistible belleza. Lulu contra cuyo impotente poder absoluto se conjuga en venganza la sociedad masculina". El principio fundamental de Berg era la variación; y estaba dominado por la fidelidad artesanal, teñida de una secreta pedantería.

Una coincidencia más entre Adorno y Berg descansa en su cercanía al caos. En el primero está implícito el caos en sus principios de la Dialéctica negativa, una dialéctica antimetafísica de la no identidad que se oponía a la limitación y a la reconciliación. Y según el mismo Adorno alía el choque de lo caótico con el éxtasis del sonido. Utiliza nuevos recursos y los desarrolla a partir de la tradición; no se trata de una mediación entre estilos, sino entre el nuevo material y el ya existente.

La obra de Berg se compone de unas veinte composiciones que Pierre Boulez (1925) dividió en tres periodos y el segundo será el más logrado; es ahí —agrega el compositor y director francés— donde debemos buscar una cierta esencia en el arte de la composición, tal como Berg quería oírla y practicarla. Su primera ópera, Wozzeck, (1917-1921) se basa en la “balada trágica” de Georg Büchner (1813-1837) y recorre, en 25 brevísimas escenas, la ominosa vida de un soldado sumergido en la rutina que la fatalidad lo vincula a las leyes de la explotación y la degradación. Se habla por primera vez de la atonalidad libre en una obra escénica de duración considerable.[17] Adorno precisa que en esta ópera se cumplía la exigencia de Wagner de que el drama debe estar a cargo de la orquesta, hasta en las últimas ramificaciones, y transformarse al final en sinfonía. Los rasgos del antihéroe paranoico permitieron el tinte expresionista, de acuerdo con las características del género; el soldado Wozzeck se expresará solamente desde su interioridad psíquica.

Y Lulu ( 1928-1935) se concibió a partir de El espíritu de la tierra (1893) y La caja de pandora (1904) de Franz Wedekind (1864-1918). Lulu aparece como el símbolo del instinto sexual que -en palabras de Gentilucci, "derrumba todo freno inhibitorio": mujer palpitante y desdichada, capaz de arrastrar a los hombres a la ruina hasta hundirlos con ella. Para Adorno es un "ser primitivo del sexo femenino, ante el cual se desorienta la civilización adelantada". Inconcluso, el tercer acto de Lulu fue terminado por Friederick Cerha y el estreno total fue realizado en 1979 por Teresa Stratas y Boulez. En esta obra el elemento caótico de Berg se libera al rebasar el espacio psíquico, las oscuridades pantanosas del inconsciente, señala Adorno, se desbordan "en su calidad de suelo de la sociedad, dispuesta a engullirla".

Las óperas de Berg, escribió Rene Leibowitz (1913-1972), sintetizan las principales obras líricas del siglo, y contienen las más importantes posibilidades de expresión de las tradiciones del pasado. Y para Stravinski llegó a comentar "si pudiera traspasar la barrera del estilo, preveo que me parecería el compositor más dotado de este siglo bajo el punto de vista de la forma. Sobrepasa, incluso, su propio modelo. De hecho, es el único músico que ha conseguido las formas a través de un largo desarrollo, sin ningún disimulo neoclásico. Las formas de Alban Berg son temáticas, y sobre este punto, como sobre otros muchos, se opone a Webern.[18]

Tomada como un todo, su música resulta a la vez desmesurada y frágil, el propio reflejo de Berg [...] Su hedonismo, libre de toda avidez, era como el reverso de la medalla de su pesimismo metafísico. Probablemente el tono específico de tristeza de su música es el negativo de su exigencia de felicidad, es la desilusión, el lamento por un mundo que no corresponde a la utópica expectativa planteada por su naturaleza [...] Con fiel insistencia uno de los innovadores más atrevidos del siglo XX mantenía las exigencias del XIX, conservaba la continuidad, incluso tras la ruptura. Su particular fijación con el pasado, con el mundo de los padres, tal vez incluso su sumisión a Schönberg que llegaba hasta el temor. (Adorno, 1990: 24-34)

La noche del 15 de septiembre de 1945 Anton von Webern estaba reunido con su familia a las afueras de Mittersill, en los alrededores de Sazbuergo. Dijo a sus dos hijas "¿Saben que hoy es un día histórico?", la razón era que él fumaría después de una larga abstinencia, pero la otra cara de esa frase fue trágica. Salió de la casa a fumar un puro; pocos minutos después se oyeron varias detonaciones. Un soldado estadounidense lo había asesinado accidentalmente y así se apagó para siempre la vida de uno de los compositores que transformaron la música del siglo XX. Al morir, a diferencia de sus amigos, era un desconocido; Berg afirmó que el tiempo de Webern no llegaría hasta dentro de cien años. Con todo y su influencia en la música posterior, la trilogía vienesa nunca se sintió revolucionaria, sino prolongación de una tradición, cuyos fundamentos del concepto musical convulsionaron y alteraron la música durante cerca de medio siglo en Europa y Estados Unidos y América Latina.

Anton Friedrich Von Webern nació el 3 de diciembre de 1883 en Viena, hijo de un ingeniero de minas de origen noble, Carl Von Webern y de Amalia Antonia Gehr, pianista aficionada quien introdujo a Anton en el estudio del piano; luego estudiaría violoncello con el cual pensaba ganarse la vida. A partir de 1904 toca, eventualmente, en una orquesta de aficionados; ejecuta a cuatro manos con Edwin Komauer que le enseña también algunos elementos de teoría musical.

Hacia 1908 compone la Passacaglia opus 1, que marca el fin del aprendizaje con su maestro. Según Claude Rostand (1986: 155) se mantuvo una especie de "vasallaje incondicional cuyo sentimiento le resultaba natural y que le pesará". Vendrían tiempos de mucho trabajo en la dirección orquestal —en Bad Ischl—, tan absorbente que le impide componer. Su vida siempre fue modesta; lo apremian las deudas; las precariedades y los trabajos indignos lo ahogan. Una depresión nerviosa en 1913 lo lleva a una clínica ("Sentirme tan bajo todos los días, es terrible”, escribe a Berg, “¿Por qué tengo un cuerpo tan miserable?"). Decidió ir con un psicoanalista.

En 1918, tras muchos cambios, se instala en Mödling, su domicilio hasta la muerte (a unos cinco minutos, andando, de la casa de Schönberg). Vienen cuatro años de felicidad; dirige la Sociedad para Interpretaciones Privadas (la futura SICM) que promueve la música nueva con ensayos inusuales para asegurar ejecuciones de calidad. A los 37 años realiza su primer contrato con la Universal Editon. Hacia 1922 toma la dirección de los Concierto Sinfónicos de los Trabajadores Vieneses; y un año después, la Coral de los Trabajadores. En 1924 recibe el Grand Prix Musical de la Ville de Vienne. El opus 17, Tres cantos populares religiosos es su primera obra de escritura serial; una codificación que aporta al universo tonal una organización en extremo rigurosa.

En 1926 se inicia la fructífera amistad con Hildegard Jone, poeta y pintora; una frase con que Webern empezó su correspondencia con ella dice "En sus poemas encuentro todo aquello que admiro en sus pinturas". Esta correspondencia entre ambos muestra detalles sobre el proceso creador, además de rasgos biográficos e íntimos del compositor.

A finales de 1928, después de haberse dedicado a la Sinfonía opus 6, así como a la reorquestación de las Piezas para orquesta opus 21, tiene que hospitalizarse a causa de una úlcera gástrica. A finales de 1929 realiza su primera gira por el extranjero como director; asimismo acepta responsabilidades en la radio austriaca. Luego desiste del proyecto de una ópera (con libreto de Jone). Entre 1928 y 1934 no se conocerá más que el Cuarteto opus 22 (1930): entre 1932 y 1933 da unas conferencias que serán publicadas, bajo el título de El camino de la nueva música.

En 1933 los nazis incluyen a Webern en la lista negra de los representantes de la "cultura bolchevique"; lo consideran de izquierda, aunque nunca hizo política. A partir de ese momento Webern vivirá, por fin, la vida modesta y activa que siempre deseo: entre 1934 y 1938, la existencia de Webern se confunde con la de su obra; solitaria y retirada, señala Claude Rostand. Su vida productiva en el encierro se acentúa; compone obra fundamentales —los opus 28 a 31— rodeado de carencias, sobrevive con trabajos eventuales, como el de lector y corrector de pruebas de la Universal Edition.

En 1944 es acuartelado y no puede trabajar en la composición "desde la seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, trabajo más o menos como albañil: transportar arena [...] Solamente tengo permiso cada tres días de las cinco a las diez de la noche [...] Estoy fatigado al límite de mis fuerzas". En julio vive un oasis con su familia en las montañas cerca de Salzburgo (en Mittersillim-Pinzgau): "Hay una maravillosa calma aquí [...] estamos protegidos...; ¡qué Dios nos ayude! Sólo queremos ver felicidad ante nosotros" (Schönberg habría dicho que la intención de la música de Webern fue "expresar una felicidad mediante una sola respiración"). Un mes después tiene que volver a los trabajos forzados de los barracones.

En 1945 se entera de la muerte de su hijo Peter, acaecida en el frente en Yugoslavia; se sobrepone e inicia los opus 32 y 33: una tercera Cantata sobre poemas de la Jone y un Concierto en tres movimientos del que existen bocetos. Ese cuaderno llevaba Webern el Sábado Santo de 1945, huyó de la Viena bombardeada a reunirse con sus hijas refugiadas en las montañas de Mittersill; ahí vivió los últimos meses de su vida.

Semanas antes de la desgracia final, Webern señaló que había terminado un trabajo que le había provocado una violenta concentración; una obra —añade Rostand— en la que los sonidos están determinados por su altura, su timbre y su duración; al compositor no le interesaba escuchar la pieza ejecutada: "la obra suena por sí misma, decía, la oigo completamente, basta con que la pieza esté terminada; el sonido está ahí, y la reproducción no podría representarla de manera más perfecta".

Para Claude Samuel, Webern fue tal vez el único susceptible de poner radicalmente en cuestionamiento los resultados del lenguaje de la concepción musical clásica. La obra más larga de Webern dura diez minutos y medio (La Passacaglia); la más breve, 23 segundos (La tercera de las Seis bagatelas opus 9). De sus 31 opúsculos, trece son para voz (existen también 23 lieder sin número de opus y póstumos). Uno de los mayores hallazgo de Webern fue precisar la noción de Schönberg: la klangfarbenmelodie (melodía de timbres), utilizando al máximo la "división" sonora; esta búsqueda sutil y refinada del color y constantemente movida, implica el empleo del "color cero": el silencio, tanto en el plan rítmico como en el dominio del color sonoro". Las cinco piezas opus 10 son un gran ejemplo.

Adorno recuerda la impresión que de Webern tenía Berg; "le gustaba sin sombras de reservas, aunque con cierta soterrada ironía, como si se alcanzara calladamente contra la ortodoxia, pues era lo contrario del fanatismo. Se burlaba de la brevedad de Webern, sobre todo cuando se vio que sus composiciones dodecafónicas apenas resultaban ser más largas que las anteriores" (Adorno, 1990: 37).

Adorno observó que Webern fue extrayendo paso a paso, sin un vuelco radical hacia lo nuevo, la imagen de aquella música que se hallaba ya apuntada para él, como idea, en el material de partida de Schönberg. Y añade que la contradicción honda y fecunda de Webern fue concebir el arte más extremo de la técnica compositiva, la consciencia crítica más alerta, la disciplina formal más consciente sirven tan sólo para despojar a la música de todas las reglas dadas de antemano: "dotar de un alma subjetiva al sonido: ése es el propósito que penetra enteramente la música de Webern". Por su parte Stravinski señalaría "saludamos en él no solamente a un compositor sino también a un verdadero héroe. Condenado a un fracaso total en un mundo sordo dedicado a la ignorancia y a la indiferencia, un continuo tallar sin descanso sus diamantes, sus deslumbradores diamantes de las minas que conocía profundamente".[19]


Notas (de la segunda parte)

[7] "Adorno sostenía que, en primer lugar, la mayor parte de la música se había convertido de hecho en una especie de mercancía producida sólo para ser vendida en el mercado, y que por lo tanto formaba parte de lo que más tarde denominaría la industria de la cultura" (Jay, 1988: 128).

[8] Citado por Dalahanty, quien sostiene: "La esfera transicional es el puente entre las dos, pública y privada donde se vive parte de la existencia. En el caso de Adorno, su esfera transicional fue su vida como músico; cómo profesor e investigador, filósofo y sociólogo, la esfera pública; la vida con su esposa y amistades, la esfera privada. Adorno vivió una vida como músico; fue su primordial inclinación desde pequeño y hasta los 65 años de su existencia desarrollo esta actividad dentro de la esfera transicional. Ni pública ni privada" (Delahanty, 1986: 38).

[9] "Ernst Mach influyó en el Círculo de Viena, incluyendo a Ludwing Wittgestein; Bretano fue el maestro de Husserl (y también de Freud). El clima filosófico neokantiano no se circunscribía a la universidad: "En la Viena de Wittgestein, cada miembro del mundo educado discutía filosofía y consideraba que las cuestiones centrales del pensamiento postkantiano incidían directamente en sus intereses propios, ya fueran éstos artísticos o científicos, legales o políticos" (Buck-Morss, 1981: 41).

[10] El término expresionismo fue acuñado al parecer en 1911 por Herwarth Walden, editor de la revista vanguardista Der Sturm, y que al principio abarcaba todas las tendencias artísticas progresistas de los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, desde el fauvismo, cubismo, futurismo, hasta las primeras tentativas abstractas. Hoy se aplica en las artes plásticas el nombre de expresionismo a un movimiento artístico específico, que alcanzó su culminación en los primeros años del siglo XX y muy especialmente en Alemania, que reaccionó contra el impresionismo que a su vez había transformado en pintura el aspecto externo del mundo. Véase Thomas (1978: 93).

[11] Theodor W. Adorno, citado por Buck-Morss (1981: 48).

[12] "Cuando Adorno afirma que su música es tonal, quiere decir que cada acorde tiene su fundamento, independiente del contexto. Cada acorde está en una determinada clave. Pero según Schönberg, cuatro acordes sucesivos, por ejemplo, estarán en cuatro claves diferentes. La rapidez con que se pasa de una clave a otra y la complejidad de los acordes no dan tiempo a que el oído note las diferentes claves y sus relaciones. Como no existe continuidad de una clave determinada, el resultado es una aparente atonalidad". Paul Collaer, citado por Buck-Morss (1981: 47).

[13] "El compositor no alardea ya de ser el creador de su material; pero tampoco obedece a la regla, dada de antemano, de su material. ‘la suma rigurosidad es a la vez la libertad suma’ —esta frase de Stefan George [...] adquiere un sentido que la lleva lejos de la estética clasicista”. Véase "El compositor dialéctico" (Adorno, 1968: 51).

[14] A. Schönberg, citado por Buck-Morss (1981: 49).

[15] Thomas Mann, citado por Delahanty (1986: 111).

[16] En ese Manifiesto, redactado en 1919, se exigía: "La preparación ciudadana, la fidelidad absoluta de las ejecuciones. La audición repetida de las mismas obras. La sustracción de los conciertos a la influencia corruptiva de la vida musical oficial, la negativa de la competencia comercial, la indiferencia hacia toda forma de fracaso o de éxito" (Samuel, 1965: 177).

[17] La grabación de Wozzeck, del propio Boulez, de 1978, alcanza los 79’ 18; la versión de Karl Böhm (1965) tiene una duración de 76’ 51.

[18] Igor Stravinski, citado por Samuel (1965: 217).

[19] Igor Stravinski, citado por Samuel (1965: 221).


Por Roberto García Bonilla