domingo, 23 de março de 2014

El simbolismo erótico en Aura

 
Quinto y último capítulo (O simbolismo erótico em Aura: sedução na trama da escritura feiticeira) de mi tesis doctoral Formação da simbólica erótica na obra de Carlos Fuentes, Facultad de Letras UFRJ, concluída en agosto de 1991 y defendida en enero de 1992.. Se publicó en libro por el SEPEHA/UBC, en 1994. La versión en castellano que ofrezco a continuación se publicó en Monografías.com, Argentina.
  
 
 
por
Maria A. Silva
 
Con su quinta obra, surgida el año mismo de la publicación de La muerte de  Artemio Cruz, Fuentes cierra lo que podemos considerar su primer gran ciclo narrativo, origen de todos los recursos técnicos y temáticos utilizados por el autor en sus creaciones ficcionales posteriores.
 
Caracterizada por el hibridismo formal resultante de la fusión de dos géneros afines, la nouvelle y el cuento, Aura esconde bajo su estructura aparentemente simplificada una complejidad temática que aún hoy suscita renovadas variaciones interpretativas, a pesar de la opinión negativa de algunos críticos, para quienes, en ese "cuento de fantasmas" donde todo queda dicho desde el comienzo, ni la trama ni los personajes logran "embrujar" al lector (Harss & Dohmann, 1981, p. 370). Fuentes ha reafirmado con frecuencia su afecto especial por este libro, que consolida el estilo muy personal forjado a través de sus incursiones en la narrativa breve. Aura no sólo revela el total dominio de la técnica esbozada en Los días enmascarados como anticipa los recursos que en los libros subsecuentes -sobre todo Cantar de ciegos y Cumpleaños- definieron la práxis literaria de este escritor mexicano, elaborada en perfecto sincronismo con las tendencias ficcionales de la actualidad.
 
La supuesta anticipación de la trama, señalada por la crítica como la gran falla estructural de Aura, constituye en verdad, si bien examinada, un procedimiento ampliamente difundido entre los prosistas hispanoamericanos coetáneos de Fuentes. Julio Cortázar fue uno de los primeros a manifestar plena conciencia de los límites impuestos por las leyes de construcción de la narrativa breve cuando buscó conceptuar algunos de los recursos básicos comúnmente empleados en las obras de los principales cultores de este género literario (Cortázar, 1974, p. 147-63 y 227-37). Determinadas nociones que señala Cortázar, como por ejemplo intensidad y tensión, aclaran y justifican la presencia, en Aura, de dicha "anticipación", concentrado esfuerzo creador que tiene por meta atraer la atención del lector de inmediato a fin de apresarle en la ardidosa trampa de lo imaginario. La presencia de lo fantástico en la obra ratifica la necesidad de un recurso de tal orden, pues instalar la perplejidad en la mente del lector es, según Felipe Furtado, el objetivo básico de esta modalidad de construcción narrativa, el cual sólo se alcanza mediante la prefiguración de un conjunto de líneas de actuación que la intriga deja entrever de forma más o menos clara (Furtado, 1980, p. 75).
 
Esta discreta polémica en torno de Aura nos hace recordar las consideraciones de Tobin Siebers acerca de lo fantástico romántico: la expresión literaria de una realidad histórica depende de la capacidad de la literatura para explicarse a sí misma (Siebers, 1989, p. 167). Declarando un combate abierto contra los excesos del racionalismo, el Romanticismo concedió voz a tradicionales parias de la sociedad -locos, divinos idiotas y hechiceros- , conviertiéndoles en protagonistas de un claro proceso de victimización. No es difícil percibir como a esta influencia romántica (suficientemente reconocida por Fuentes) se sumaría, en Aura, la incorporación de las técnicas narracionales del nouveau roman, confluencia de tendencias que puede explicar, en parte, el porqué del adelanto de la intriga. Es la mirada oscilante y persistente del yo-tú victimario, compartido por narrador y protagonista, la que desvela rápidamente al lector la dual interacción entre realidad y ensueño, imaginación y conciencia. A través del pronombre tú lo sobrenatural se revela al lector de Aura como experiencia histórico-cultural. Según Caro Baroja, prácticamente todos los pueblos arcaicos se refirieron (y aún lo hacen) a las fuerzas sagradas a través de un tú que denota, ante todo, intimidad y empatía (Caro Baroja, 1986, p. 20). Este pronombre gobierna el pensamento mágico que se transforma en base contextual de Aura, propiciando la empatía instantánea e imprescindible entre los elementos de la tríada protagonista(víctima)-narrador-lector. Creando lo que Jean Fabre denominó "vínculo maldito", Aura engendra una poética de la posesión que se encarna en la potencia de atracción del entorno fantástico.
 
Sin embargo, hay que notar cómo, diferentemente del nouveau roman, que reduce la intensidad de la acción humana para favorecer la observación de un mundo en el cual predomina la materialidad de los objetos, Aura nos ofrece una realidad donde imperan los movimientos físicos y psíquicos de los personajes, donde ojos insaciables persiguen la esencia de lo humano con insistencia. Reconocer una psique dividida escudriñando visualmente la representación fragmentada de la realidad es también uno de los fundamentos estructurales del Gothic Revival, cuyas técnicas seleccionadas y combinadas -señala Bertrand Evans- tienen por objetivo primario explorar el lado oculto de los seres y las cosas, el misterio, las tinieblas y el terror (Evans, 1947, p. 01-05). Sus más sorprendentes características - paneles secretos y pasajes subterráneos- se asocian directamente no a la literatura, sino a la arquitectura medieval en ruinas. Habitan este mundo heroínas decadentes, casi siempre iluminadas, virtuosas y excesivamente sensibles, incomprendidas reincarnaciones del Satán de Milton a quienes la sociedad condena a exiliarse del convivio humano. Opresión es, por lo tanto, la acción que mueve a estos personajes femeninos y a los de Fuentes en Aura, novela en cuya tejedura se pueden identificar vestigios de textos como The wood daemon, de Matthew Gregory Lewis, y Orra, de Joanna Bailie (cfr. la búsqueda de la víctima, el altar, la ceremonia sacrificial, las habitaciones contiguas).
 
El aspecto más significativo de este libro es, sin embargo, la habilidad con que Fuentes desarrolla en él un amplio e intenso proceso intertextual que no llega jamás a comprometer la singularidad de la obra, pese a su corta extensión. Aura se nos presenta como una escritura en palimpsesto que mantiene vivos los vestigios de los textos anteriores. En Como escribí uno de mis libros, ensayo en el cual más sugiere que aclara, Fuentes juega con la capacidad intuitiva del lector al indicar las fuentes artísticas que contribuyeron a la composición de su nouvelle (Fuentes, 1989, p. 41-61).
 
Según el autor, fueron tres las influencias básicas que definieron la temática de Aura. La primera se dibujó durante la conversación con Luis Buñuel, en 1959, en una tarde mexicana "de aire transparente y aroma de tortilla tostada y chiles recién cortados y flores fugitivas" (Fuentes, 1989, p. 45), cuando el cineasta aragonés le hablaba de Quevedo y de sus planes de transposición al cine de la tela en la que Géricault representa el drama de los náufragos del barco Medusa (siglo XIX), condenados a sobrevivir devorándose entre sí. De este diálogo entre creaciones y creadores se originaron los esbozos iniciales tanto de El ángel exterminador como de Aura, cuyo argumento Fuentes entresaca de la pregunta de Buñuel: "¿Y si al cruzar el umbral de una puerta pudiéramos, de pronto, recuperar la juventud; ser viejos de un lado de esta puerta y jóvenes de nuevo luego de haberla cruzado?" (Fuentes, p. 46). Dos años después, en el verano parisino, el reencuentro con la muchacha mexicana que había conocido en la infancia intensa la idea. Al traspasar el umbral que separaba la sala de la recámara donde Fuentes la esperaba, aquella muchacha envejecida, que era encontes, como en los versos de Quevedo, casi "polvo enamorado", experimenta súbita y simultáneamente las mismas transformaciones convocadas por la luz que la ilumina y envuelve a través de los cristales de la ventana. El umbral del apartamento del Boulevard Raspail se convierte en el límite de todas las edades de la mexicana a quien el escritor desea en la tarde caliente de agosto, sintiéndose "en el reino de amor huésped extraño", para luego darse cuenta de que los ojos de quien ama pueden mirarnos también "con muerte hermosa".
 
Así, bajo la marcante influencia de Buñuel, de Quevedo y de la muchacha "encarcelada en la luz de Paris", los temas de la necesidad y del deseo comenzaban a ganar cuerpo en las primeras páginas acaloradas de Aura, cuando una película del japonés Kenji Mizoguchi -Los cuentos de la luna vaga después de la lluvia, basado en el cuento La Casa Entre Los Juncos"- determinó el destino final de la fantástica relación amorosa entre Felipe y la espectral sobrina de la señora Consuelo. Tanto en el cuento de Ueda Akinari como en la adaptación de Mizoguchi, Fuentes reconoce la misma temática a partir de la cual su quinto libro venía formándose: el aprisionamiento por el tiempo, el deseo en lucha contra la soledad, el olvido y la muerte. Encarnando una esposa inocente y fiel, como en el relato de Akinari, o una Penélope maculada, como en la película de Mizoguchi, a través de nuevo prisma el personaje Miyagi le reveló la mujer en su función mediadora entre la vida y la muerte, la realidad y el sueño, lo perdido y lo recuperable.
 
Durante las mañanas de su redacción inicial en un café cerca de la Rue de Berri, Aura nacería -declara Fuentes- para aumentar la descendencia de las mujeres secretas como Miyagi, algunas de ellas ya personificadas en la literatura occidental, a la que, por fin, recurre el autor. De tres de esas "portadoras del consuelo, del deseo y de la sabiduría prohibidas por la razón moderna" (Fuentes, 1989, p. 53), Aura-Consuelo incorporan indelebles rasgos físicos y psíquicos: como la misteriosa Miss Bordereu, salida de las páginas de la short novel de Henry James -The Aspern papers (Los papeles de Aspern)- , son memoria y símbolo de un pasado glorioso que necesita mantenerse vivo en un cotidiano indiferente; golpean el aire con el mismo desespero de la amargada Miss Havisham, personaje enigmático de la novela Great expectations (Las grandes esperanzas), de Charles Dikens, condenada a perpetuar la llama destructora de su devotada pasión; con la sagacidad de la vieja Condesa de La dama de espadas, de Pushkin, revelan la estrechez de un mundo masculino presuntuoso y convenientemente racional. Fuentes observa que la similitud estructural que vincula esas historias vuelve permanente la actuación conjunta de los tres personajes: la vieja y la pareja de jóvenes. Invariablemente, en las tres obras hay siempre un intruso que ansía por conocer el secreto de la mujer más vieja -secreto de la fortuna en Pushkin, del amor en Dickens, de la poesía en James- y que, para obtenerlo, no vacila en aprovecharse de la joven de manera engañosa. No obstante, según Fuentes, el aspecto fundamental que determina la diferencia entre su texto y las demás obras del género que lo antecederon es el hecho de que, en Aura, se invierten los papeles que juega esta tríada de personajes: Consuelo y su sobrina son "la misma persona y son ellas quienes arrancan el secreto del deseo del pecho de Felipe" (Fuentes, p. 54).
 
Resultantes de la mezcla de todas esas variadas encarnaciones, Aura-Consuelo representan la fusión de los contrarios que el hombre, "dividido entre su pensamiento divino y su dolor carnal" (Fuentes, 1989, p. 55), no alcanza admitir. Expresión simultánea de la femme-enfant - redentora de un mundo salvaje, como Melusina- y de la hechicera -dueña de su propia voluntad y seductora, como Circe-, Aura-Consuelo enfatizan la primacía del sistema femenino del mundo, idea-clave sintetizada, en el epígrafe de la obra, a través de la cita del historiador francés Jules Michelet:
 
El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña: es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...

Lo mismo que en los textos de James, Dickens y Pushkin, La sorcière, obra a la que Roland Barthes definió como "Historia y novela", viría a transformarse para Fuentes en importante venero de elementos descriptivos y de referencias onomásticas. De ahí provienen las denominaciones de los personajes Felipe, Consuelo y Llorente; el patio de hierbas medicinales; el color verde de los ojos y trajes de Aura, color del Píncipe del Mundo; el sacrificio de los siete gatos encadenados; el sombrío vino color de sangre; la muñeca de harina. Para el escritor mexicano, empero, el verdadero centro de interés en el texto de Michelet es la evidencia de una problemática existencial que sobrepasa los límites de época: la supervivencia agónica de un ser dominado por la desesperación de la servidumbre y el anonimato en un tiempo amenazado por el poder secular y divino. En la bruja de Michelet la magia se presenta como sistema simbólico, el cual, fruto de una realidad social imperiosa y opresora, contra ella arremete como auxilio y defensa. En su primera edad, la hechicería se nutrió "de viejas tradiciones paganas y de las lecciones cristianas tomadas al revés" y, asimismo, "de la inquietud y la impotencia de los hombres" (Michelet, 1952, p. 26-7. Trad. mía). En el estado general de las sociedades en la Edad Media, edad de los hombres, como la nombró Georges Duby (Duby, 1989), "la mujer especialmente se desesperó y se vió arrastrada a entregarse al Diablo" -el "negativo de Dios", el seductor de cuerpos y almas, detentor de "todos los secretos de la naturaleza que turban el sueño"- , conviertiéndose en bruja lujuriosa, maldita e impura (Michelet, p. 26-7.Trad. mía). Sin embargo, en tanto que "oficiante de esta contra-religión", la bruja es la única detentora de las llaves que propician el acceso y tránsito entre lo real y lo imaginario, entre la represión histórica y la ilusión liberadora.
 
Transportada a través de Aura al contexto mexicano, en el que, recuerda Le Clézio, el silencio encubre el pensamiento interrumpido de las antiguas civilizaciones y la Historia comienza en el encuentro de dos sueños - el sueño de un mundo de magia, sustentado por la dualidad sexual y psíquica de sus divinidades y exterminado por el furor del sueño masculino moderno de la Conquista, nacido del deseo de poder (Le Clézio, 1988, p. 11)- , la bruja de Michelet se transforma en la prolongación renovada de una misma problemática: interdicción, soledad y anonimato que afloran del cotidiano como búsqueda de una realidad perpetuamente ansiada pero nunca alcanzada, nostalgia de un tiempo que se espacializa, "cuerpo", como observa Octavio Paz, "del que fuimos arrancados" (Paz, 1986, p. 187).
 
Aura-Consuelo pasan a encarnar, entonces, a la vez, todas las funciones simbólicas comunes a las varias figuras femeninas concebidas por Fuentes, desde su primer libro: la decadencia del poder mágico de Teódula Moctezuma; la loca pasión que sobrevive hasta a la muerte, conservada por la sepulcral Carlota de Tlactocatzine del jardín de Flandes; el incomprendido poder secreto de Mercedes Zamacona, proscrita por su rebeldía; la exacerbación erótica y religiosa de Asunción; la representación, por Regina y Catalina, de un Paraíso perdido y rescatado en los verdes ojos de Dolores. Decaídos símbolos del pasado, víctimas de la opresión sentenciadas al aislamiento y personificación del Mal, al igual que las heroínas trágicas de las narrativas del Gothic Revival; imágenes barrocas de la transitoriedad humana y de la lucha entre el deleite carnal y la abnegación redentora; manifestación surrealista de la victoria de Eros-daimonion, fuerza mediadora y subversiva propiciadora de la facultad de conocimiento (Béhar & Carassou, 1984, p. 143): los múltiples y simultáneos rostros legados por todos esos personajes a su más joven descendiente reflejan la experiencia de la pérdida y del rescate de la unidad y la identidad por intermedio de la imaginación que se vuelve deseo.
 
También Felipe Montero hereda rasgos indelebles de sus antecesores, aproximándose más de los personajes masculinos de Dickens, detenidos entre la farsa y el misterio de un ambiguo entorno urbano donde se entrecruzan sueño y realidad, y de los personajes de James, quienes, viviendo un exilio real o ilusorio, se confinan en un presente sin pasado donde se confrontan con sus dobles, fantasmas de sí mismos, testigos y símbolos de la "última condena de la civilización natal, de una realidad sin dirección" (Bessière, 1974, p. 143. Trad. Mía). Pero, para mejor caracterizar a Felipe dentro del contexto mexicano contemporáneo, Fuentes se basó en un antecedente inmediato, ideado por Xavier Villaurrutia en su cuento Dama De Corazones: así, pues, Montero reitera la indecisión y el ascetismo de Julio, narrador-protagonista a quien el regreso a la tierra natal reserva un angustiante proceso de auto(re)conocimiento que le hace descubrir un pasado hasta entonces ignorado, convertido por la irreversibilidad del tiempo en "valor preciso, historia, que hace daño" (Villaurrutia, 1966, p. 594). "Naúfrago voluntario" refugiado en una "isla de egoísmo", Julio ve aflorar su "línea del corazón", "oculta bajo un enrejado impenetrable", en la dualidad del juego de seducción que le divide entre sus primas Aurora y Susana, opuestos y esfumados recuerdos de la infancia que resurgen para sobreponerse en su memoria como "dos películas destinadas a formar una sola fotografía", unidas por un mismo cuerpo "como la dama de corazones de la baraja" (Villaurrutia, p. 576). Influenciado por la reveladora presencia del elemento femenino, Julio experimenta, como más tarde Felipe, un estado de devaneo - "vuelan los deseos en la imaginación"- que lo lleva a entrever belleza y juventud en la figura de una anciana "horrible, arpía flaca, mitológica, con un juego de arrugas en la cara propio para representar todas las etapas de la vejez [...]", a quien estuvo a punto de confesar sus secretos. Aunque temiendo no encontrar "la puerta de la realidad", Julio se da finalmente cuenta de que, presos al cotidiano, "no hacemos más que vivir nuestras costumbres": "Apenas sí en el sueño, vertiginosamente, vivimos en intensidad, en sólo un instante, lo inesperado, lo trágico, la felicidad, el azar [...] todo lo que no es sueño no es vida."

Proviene de esta vieja señora la voz cascada que guía a Felipe luego de su entrada en el caserón de Aura-Consuelo. Otros elementos de la narrativa de Villaurrutia se repiten en el texto de Fuentes: el reloj que, imperioso, anuncia el paso de las horas; el "cuarto de estudio" alfombrado con un verde sombrío; la bata verde seco; el ramo de violetas que recuerda a Mme. Girard el primer día de su viudez; el espejo en el cual Julio encuentra, por fin, otro rostro: "[...] descompuesto que no puedo menos de palpar y esculpir con las manos como si mañana fuese a dejar de ser mío para siempre".
 
Mas como en el caso de Aura-Consuelo, existe una diferencia básica que distingue a Felipe de sus ascendientes: su actuación se orienta, ante todo, hacia la realización de un destino colectivo y no propiamente hacia la consecución de una voluntad individual. Asumiendo una función semejante a la anteriormente desempeñada en La muerte de Artemio Cruz, la instancia del tú corrobora esta orientación al presentársenos como voz denunciadora de una realidad sin sentido, que Montero experimenta en tanto personificación del mexicano contemporáneo de las grandes ciudades. En la figura de un Prometeo moderno, retenido entre la nostalgia de un paraíso perdido y la imposibilidad del paraíso futuro, Felipe condensa, al igual que sus compañeras, todos los tiempos a los que se ven invariablemente sometidos los personajes de Fuentes.
 
El joven Montero no llega a expresar la inquietud existencial de Manuel Zamacona, pero se encuentra, como él, aprisionado en la misma obcecada reverencia al pasado, no al latente pasado azteca de Manuel, sino a un pasado estático que intenta recuperar, a través de una anamnesis historiográfica, en su gran obra de conjunto sobre los descubrimientos y conquistas españolas en América:
 
Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos, podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia obra, aplazada, casi olvidada. [...] una obra que resuma todas las crónicas dispersas, las haga inteligibles, encuentre las correspondencias entre todas las empresas y aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el hecho mayor del Renacimiento. (A, p. 140)
 
Son estos planes de trabajo y la necesidad de apoyo financiero para realizarlos que le impelen a aceptar la propuesta de la viuda Llorente. Desde la lectura del anuncio en el periódico, voz de llamamiento que se actualiza cada nuevo día, hasta el momento del encuentro con Aura, el joven historiador recorre el camino iniciático que enigmaticamente lo conduce al omphalos de la ciudad de México, donde, más que en otro punto cualquiera de la capital, el pasado indígena subyace literalmente a la construcción de un nuevo orden cultural. En el centro vital de la antigua Venecia-Tenochtitlán, se reproduce en el rosa y el gris de sus edificaciones -"Unidad del tezontlé, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celocía, las troneras y los canales de lámina, las górgolas de arenisca". (A, p. 127)- la misma sugestión de callado desánimo captada por el protagonista de The Aspern papers durante su búsqueda del quartier perdu que abriga el misterioso templo de Miss Bordereau. En medio a ficticias, aunque no menos poderosas aguas, la morada de la viuda Llorente integra el indistinto conglomerado de viejos palacios coloniales de la Calle de Donceles, punto de convergencia a la vez sombrío y privilegiado en el interior del cual, como una especie de Gustav Aschenbach hispánico, Felipe encuentra una muerte simbólica: "Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios." (A, p. 140) A Gustav Aschenbach, protagonista de Muerte en Venecia, le asedia una movilidad que este personaje rechaza en su inalterable mundo bizantino y que le revela la dudable naturaleza del Arte y del artista. En Aura, a su vez, el auto(re)conocimiento de Felipe señala la dudable naturaleza de la historiografía y del historiador. La elección de la Calle de Doncelles como centro geográfico de la trama no parece, pues, gratuita: su antiguo número 66 abriga la sede de la Academia Mexicana de Historia.
 
El acto de transposición del umbral constituye el primer estadio de una serie de ritos de agregación y transferencia, como la escalada ascencional, la cena conjunta (cfr. los términos "comensal" y "comensalismo’), la ablución, ritos a los que Felipe se someterá a lo largo del proceso de adquisición de su nueva identidad. Orientada hacia una dirección favorable, la puerta de entrada, con "esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales", se transforma para el joven en el límite entre la ordenación caótica de la realidad exterior y la imprevisible quietud de lo imaginario:
 
Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado - 47- encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. [...] Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo de tus dedos y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente, de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado. (A, p. 127)
 
Dejándose guiar por la voz de la seducción, Felipe es atrapado por Aura-Consuelo como Psyché por Eros: se conduce a ambos a un recinto oculto localizado en el centro de un valle; ambos penetran la oscuridad guiados tan sólo por las palabras del(de la) futuro(a) amante: "Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco, pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos: - No..., no es necesario. Le ruego [...]" (A, p. 127)
 
La descripción de los primeros instantes de Montero en el interior de su nueva realidad evocan el mismo pasaje de la percepción de los valores sensibles a la percepción de los valores sensuales expresada en el cuento Tlactocatzine Del Jardín De Flandes, de Los días enmascarados. Con su olor de musgo, de humedad de plantas y raíces podridas -"perfume adormecedor y espeso"-, el patio oscuro por donde se introduce Felipe a través de un "callejón techado" duplica el recóndito jardín del caserón de Puente de Alvarado renovando la representación simbólica de una corporeidad femenina sobrehumana. La inmersión en las tinieblas experimentada luego del cierre del acceso al zaguán inicia la instauración del régimen nocturno, espacio y tiempo propicios tanto al afloramiento del inconsciente (cfr. La muerte de Artemio Cruz) como a la acción sobrenatural, régimen aquí asociado, también en su carácter numinoso, a la figura de Hécate, grande diosa-madre de las magas que encarna a la bacante para seducir a las almas de los muertos, soberana de las encrucijadas y de la noche, ocasión favorable a la realización de ritos secretos (Caro Baroja, 1986, p. 45). En Aura, la repetición de esta geografía mítica, que opone el espacio sagrado (interior) al homogéneo y geométrico espacio profano (exterior), relaciona simbólicamente casa y cuerpo a la imagen del templo, santuario que actúa a modo de sortilegio y cuyo objetivo último es atraer a su interior, al centro del cual todo se irradia y adónde todo converge, es decir, el altar, lugar en que el ritual de transferencia culmina con la unión erótica de Felipe y Aura-Consuelo delante del Cristo Negro mexicano.
 
Octavio Paz afirma que al ritualizarse, asumiendo el proceso de simbolización como función sublimadora, el erotismo opera una transformación, una conversión -en el sentido religioso de la palabra- radical (Paz, 1979, p. 229). En la quinta obra de Fuentes esta acción sublimadora se cumple a través de la asociación simbólica entre erotismo y religiosidad, ambos caracterizados, observa Bataille, por la búsqueda de una continuidad más allá del yo y del mundo inmediato (Bataille, 1980, p.105-6). Las nociones de sacrificio, comunión y liturgia se vinculan aquí con la base misma del acto erótico y con las dos grandes esferas religiosas focalizadas en la novela. La primera, la concepción mágico-mítica común a las sociedades arcaicas, para las cuales el sacrificio ritual integra las fiestas religiosas, aproximando al hombre de sus dioses y haciéndoles participar de la santidad -imitatio dei (Eliade, s.d., p. 112). El sacrificio ritual es, pues, una ofrenda: consagra y diviniza a la víctima. Por intermedio de la muerte, deshace la sucesión ordenada del trabajo (tiempo profano) y de la existencia cotidiana, configurándose como elemento transgresor. En esas sociedades el erotismo se presenta como un momento de alta tensión religiosa: afirma su carácter sagrado al invocar la negación de cualquier límite (Bataille, p. 98). La segunda, la religiosidad judaico-cristiana que se opuso al espírito de transgresión. La continuidad renovadamente perdida y recuperada en las sociedades arcaicas a través del sacrificio se la reencuentra, en el Cristianismo, fuera de los cuerpos, en la figura de Dios, invocada más allá de la violencia de los delitos rituales a través del amor total y sin cálculo de los fieles, quienes sólo contribuyen para el sacrificio en la cruz con sus faltas (Bataille, p. 106). El erotismo pasa a ser entonces objeto de condenación, cayendo en el dominio de lo profano, ahora concebido como profanación de lo divino, asimilado a lo impuro y al Mal, o sea, a la transgresión condenada, el pecado.
 
Aura revive la mítica figura de la hechicera, sacerdotisa de la naturaleza que, según Michelet, preside la industria soberana que cura y conforta al hombre (Michelet, 1952, p. 23). Bella donna conocedora tanto de las virtudes como de los maleficios de plantas y pociones, y que se vale de la metamorfosis zoomórfica en su actuación mágica, la hechicera celebra un culto de fertilidad concerniente a las ceremonias arcaicas que el pensamiento religioso cristiano interpreta como una actividad subvesiva y diabólica (Caro Baroja, 1986, p. 110). Consuelo es, a su vez, Aura decadente: oficiante del culto al Diablo, el Ángel o Dios de la transgresión, de la insumisión y la revuelta, bruja que lleva estampada en su aspecto físico la marca de la degradación. Privada del amor y del goce sensual -el castigo de Lucifer no es aquí la incapacidad, como ha resaltado Papani, sino la imposibilidad de amar (Papini, 1969, p. 72)- Consuelo se ve condenada a fruir tan sólo el "placer de la devoción", debilitándose en su alcoba dónde ocupa el lugar central del martirio. La envuelven la morbidez de las imágenes que se contuercen en el viejo grabado iluminado por los candelabros - mantenedores de la llama divina pero también del fuego luciferino- y el desorden promovido por la "sucia legión gruñidora" de los demonios, deliberada afrenta a la resignación y a la esperanza de la muerte que se refleja en las imágenes de los santos, veneradas junto a las vísceras conservadas en frascos de alcohol y a los corazones de plata:
 
Cristo, María, San Sebastián, Santa Lucía, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor y la cólera: sonrientes porque [...] ensartan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hierviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. [...] la señora Consuelo de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca de ella, puedes escuchar [...]. (A, p. 136)
 
Consuelo pronuncia palabras bíblicas bajo la forma de conjuro, expresión de la voluntad propia y del deseo (Caro Baroja, 1986, p. 30) -"Llega, Ciudad de dios; suena, trompeta de Gabriel; ¡ay, pero cómo tarda en morir el mundo!" (A, p. 136)- y denuncia con sus movimientos nerviosos y lascivos -la gesticulatio, signo del desorden (Schmitt, 1990, p. 432)- el transe demoníaco:
 
Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de pie, erguida, transformada, con esa túnica entre los brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de dansa tambaleante. (A, p. 144-45)
 
Sólo la encarnación de Aura concede a Consuelo la verdadera movilidad que esta vieja señora, clavada entre las imágenes religiosas, apenas consegue esbozar. Además, le toca a la joven la tarea de preparar y llevar a cabo las sucesivas etapas del ritual mágico que le hacen a Felipe apto al cumplimiento de su misión: la iniciación en las tinieblas; la imposición del régimen alimentar de riñones, símbolos de la memoria, en salsa de cebolla, acompañados siempre de un "líquido rojo y espeso" como vino y sangre, símbolos eucarísticos pero también principios úmedos -dynamis- que sustentan el poder dionisíaco; la confección de la muñequita de trapo, "rellena de una harina que se escapa por el hombro mal cosido", de rostro pintado con "tinta china" y el cuerpo desnudo, "detallado con escasos pincelazos"; el holocausto del macho cabrío.
 
En la beatitud de su habitación, donde el único adorno es la imagen barroca de un Cristo Negro mexicano, con gestos coordenados, imagen del orden moral y de la voluntad de Dios (Schimtt, 1990, p. 31), Aura se vale del simbolismo litúrgico para reinstaurar un ritual de eficacia mítica a través del cual se diluyen los límites de la razón. Al modo de oración, discurso de acatamiento y vasallaje, sus palabras encierran el conocimiento prohibido que revela la anulación de jerarquías y límites (Caro Baroja, 1986, p. 41):
 
- El cielo no es alto ni bajo. Está encima y debajo de nosotros al mismo tiempo. [...] [Aura] dirige miradas fortuitas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone [...] (A, p. 150)
 
El carácter místico presente en esta unión erótica de la pareja evoca simbolismos múltiples e intercambiables: el culto de celebración de la Cuaresma tradicionalmente encenado en la España barroca, cuando, en medio a la oscuridad de los templos católicos, cuyos vitrales eran recubiertos con paños negros, se destacaba el altar como centro iluminado por un único foco de luz, irradiador de la verdad de la resurrección de Cristo; el episodio de la vida de los coras mexicanos narrado por Fuentes en uno de sus ensayos, indígenas recriminados por la Iglesia misionera por su osadía al interpretar eróticamente la Pasión de aquél que se les habían presentado como el el dios del amor, entregándose a los placeres de la carne delante de la agonizante imagen del Crucificado; la doctrina de las sectas gnósticas, especialmente el sacramento valentiniano según el cual se realiza, en el interior de una cámara nupcial, el casamiento celestial de Christos, el escogido (pero no Jesús), con Pistis Sophia, restableciéndose así la unidad entre el espíritu y la materia: "[...] deja que la simiente de la luz baje a tu cámara nupcial, recibe al novio, abre espacio para él y abre tus brazos para abrazarle. Observa cómo la gracia bajó sobre ti" (Seligman, 1979, p. 91. Trad. mía). Sophía significa "saber", "ciencia", "prudencia" y también "astucia". Recordemos la metamorfosis de Aura en una coneja -animal doméstico de las diosas lunares del México prehispánico- de nombre Saga, antigua designación para Maga y Sabia.
Bajo los ojos del Cristo Negro, la comunión erótica de Aura y Felipe transforma el simbolismo místico en manifestación concreta y simultánea de esos espacios de representación trastrocados, para inmediatamente simbolizarlos, una vez más, en nuevos significados. La dualidad se hace presente en todos los actos que acompañan este ritual de transformación, donde se mezclan y se confunden elementos mágicos y eucarísticos: el lavapies representa un acto religioso de humildad, pero también un acto cósmico de purificación; la harina usada en la confección de la muñequita y rociada por las hechiceras durante la realización de sus ceremonias mágicas posee los mismos poderes del pan de las oblaciones (Antiguo Testamento) y de la hostia consagrada para la comunión con Cristo, cuyo fraccionamiento simboliza la separación del cuerpo y del alma de Jesús. Componiendo la unidad mística entre las partes integrantes de la acción sacrificial, Aura se ofrece como dádiva, convirtiéndose a la vez en sacrificador y criatura sacrificada (Jung, 1985, p. 56).
 
[Aura] Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quebra sobre los muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas; te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad; caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar. (A, p. 150)
 
Momento de alta tensión simbólica, esta unión erótica instaura la equivalencia entre la consagración de la revelatio divina y la profanación de la epiphanéia diabólica, definiendo, así, el destino de los personajes. Al repetir la simbología abstracta del rito litúrgico, Aura-Consuelo se someten una vez más a la censura y punición de los dogmas que las desgarraron de su dimensión mágica, echándolas al margen de la sociedad y la cultura. Por intermedio de los símbolos de una nueva Pasión, Aura-Consuelo buscan entonces reverter el estigma de su decadencia y de la condena rompiendo la cronología eucarística, que enfatiza la historicidad profana de Cristo, a fin de rescatar un orden ritual mítico cuyo tiempo, ontológico por excelencia, manifiesta lo sagrado en su carácter reversible y perpetuamente recuperable. Para alcanzar la plenitud de verse completado por una identidad inconscientemente ansiada, Felipe es llevado a vivir en este exacto momento, preso al terror de la pesadilla de imágenes yuxtapuestas, la transfiguración imputada a su compañera. Delante del Cristo Negro, ama a una mujer de cuarenta, de verdes ojos endurecidos por el tiempo, figura que señala la transformación de la hechicera Aura, cuyo cuerpo de "niña" había retenido antes entre las manos durante el primer enlace amoroso, en la bruja Consuelo, la vieja de "rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado como ciruela cocida", a quien, al final de la obra, Felipe reconoce y acepta en la inminencia de una nueva e inevitable unión, a lo más sugerida.

 
Montero transpone, por fin, los límites de su estoicismo machista, ofreciéndose también él en sacrificio. A través del trabajo de ordenación y transcripción de los manuscritos de Llorente, sacados del arca vieja e infestada de ratas tras cada indicación de la anciana, descubre que el general, en la autosuficiencia de su gloria apolínea, desaprueba la efusión erótica y la obsesión por la fetilidad que contagian a su joven esposa, viéndolas no como aspectos positivos, vigorizadores, sino como principio de profanación:
 
"Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ¿No te basta mi cariño? Yo sé que me amas; lo siento. No te pido conformidad, porque ello sería ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor que dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de recurrir a la imaginación enfermiza..."[...]
 
No habrá más. Allí terminan las memorias del general Llorente: Consuelo, le démon asussi était un ange, avant... (A, p. 156)
 
El pragmatismo de Felipe le hace ver con restricciones los manuscritos del fallecido general. Mas, a la medida que el joven historiador se deja seducir por el discurso del recuerdo y del deseo, su pragmatismo abre paso a la aceptación de otra vida:
 
Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba del general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras, borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú [...]
 
[...] Escondes la cara en la almohada, tratando de impedir que el aire te arranque las facciones que son tuyas, que quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. (A, p. 157)
 
Montero es "el escogido" porque detiene el conocimiento que necesita la vieja señora para la consecución de sus planes, es decir, domina el discurso historiográfico de la Conquista, testimonio de la subyugación social y religiosa, pero también, simultáneamente, expresión de un estado de ensueño imaginativo (Caro Baroja, 1986, p. 67), en en cual se interpolan y confunden todos los niveles de percepción de la realidad, los mismos que el joven experimenta a lo largo de su trayecto ritual y que están representados en las alternancias de los espacios. Felipe ocupa inicialmente el cuarto de Llorente en el piso superior, decorado con los colores mexicanos y al estilo del Segundo Imperio (paredes revestidas de papel oro y oliva; sillón de terciopelo rojo), único ambiente de contornos visualmente definidos, fijados por la luz exterior que avanza a través del amplio tragaluz, símbolo de la ordenación del caos por la razón. Baja después, cruzando el salón gótico. Es en este espacio figurativo trascendental y metafísico, determinado por la luz colorida y cambiante que transmite una sensación de fugacidad, de ingravidez (levedad, fluctuación; cfr. Nieto Alcaide, 1985), contraria a toda fijación de una realidad estable y material, que Felipe descubre por primera vez un placer inimaginable bajo el efecto del "mareo" producido por el rubro vino y por los ojos de Aura:
 
Tú tomas el lugar de Aura [en la silla gótica], estiras las piernas, enciendes un cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabías parte de ti, pero que sólo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera, porque sabes que esta vez encontrarás respuesta... (A, p. 135)
 
La inmersión en las tinieblas del patio inferior, que se rompen por instantes a la luz débil de un fósforo (frágil centella de la percepción racional), complementa ese estado de inmaterialidad: "[...] terminar de reconocer las flores, los frutos, los tallos que recuerdas mencionados en crónicas viejas; las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas [...]" (A, p. 148). Desde ahí regresa Felipe al piso central donde se ubica el cuarto de Consuelo - espacio figurativo desmaterializado en una dimensión irreal- y el de Aura - representación agónica del juego pictórico barroco. En esas cámaras intermedias y casi secretas, que varios índices indican tratarse de una única pieza duplicada por la exacerbación imaginativa de Felipe, se renueva este simbolismo cromático - claro/oscuro- revelador de la irrupción liberadora del inconsciente, genuíno lugar de origen y formación de la conciencia plena.
 
El lecho de "migajas y edredones" de Consuelo se confunde con las migajas de la "oblea" que se esparcen por entre los muslos de Aura. Las polaridades del simbolismo cromático son igualmente índices significativos. En el cuarto de Consuelo, Felipe se da cuenta de que sólo el punto negro de la pupila de la anciana rompe la claridad de sus ojos líquidos e inmensos, "casi del color de la córnea amarillenta que los rodea" y tan ofuscadores cuanto el brillo "de la corona parpadeante de objetos religiosos". Aura posee, a su vez, "ojos de mar que fluyen", los cuales busca mantener cerrados en la presencia de Consuelo "como si temiera los fulgores de la recámara". En la habitación de la joven, imagen invertida del cuarto de la viuda Llorente, la comunión erótica con Felipe sucede justamente bajo un único punto de luz envuelto por la oscuridad. Al amarillo de los ojos de la viuda Llorente y a la verde mirada de Aura se conjuga el rosa de las pupilas de Saga, variación del rojo que, con el oliva (= verde) y el dorado (= amarillo), compone la patriótica decoración del antiguo cuarto del general cedido al historiador. La sustitución del "viejo grabado" por el Cristo Negro se encarga de completar la dualidad de este simbolismo.
 
Entre las manos de Montero los papeles amarillentos y disgregados de Llorente se transforman entonces en el "polvo sin cuerpo" de la Historia que le impulsan a imaginar las falsas medidas de "un tiempo acordado a la vanidad humana". Cuerpo de Aura y Consuelo, en cuya transfiguración se revela el fin de una edad mítica, suplantada por los malogrados ideales de un México utópico, nacidos antes mismo de la Conquista y de nuevo proyectados, en vano, en el sueño romántico y fugaz de Maximiliano. Dejando de posicionarse como mero lector del pasado, Felipe pasa a emprender la práctica historiográfica como un renovable y constante movimiento de aproximación a la Muerte, ni Paraíso ni tumba, sólo la misma existencia, soñada, comunión primitiva con el tiempo pretérito que permite el intercambio de signos de vida (Barthes, 1988, p. 93). Cumpliendo de esta forma la función del historiador-sacerdote concebida por Michelet, Felipe Montero asume una práctica que no es propiamente de orden intelectual, sino de orden social y sagrada: se trata, como en la fórmula de Sófocles, no tanto de velar por la memoria de los muertos, y sí completar, mediante una acción mágica, lo que su vida tiene de absurda y mutilada (Barthes, p. 92).
 
Pero es la mujer quien, en su realeza sacra - afirma Michelet- , detiene verdaderamente el lenguaje mágico capaz de salvar al hombre y la Historia en los momentos fatales en que éstos se atrofian y debilitan bajo el yugo del poder. Sólo la mujer puede garantizar el relieve de la Historia desfalleciente y restituir al hombre su tiempo circular original. En tanto conocimiento superior, religión e iniciación. Aura-Consuelo le revelan a Felipe el estatuto femenino de su quehacer histórico, completando, así, el sentido cifrado en el epígrafe de la obra. Del enlace erótico de esos cuerpos renace la Historia como acto -en el sentido genésico de la palabra- de penetración, lucha amorosa cuyo objetivo último es conceder a sus contendores la plenitud en el presente a partir de la sobrevida que les reserva el pasado.
 
Con un lenguaje singular y pujante intertextualidad, cuya inevitable presencia en la obra se debe, según el autor, a una frase de Paul Éluard (poeta del amor y de la Mujer) súbitamente rememorada durante la conversación con Buñuel -  "La poésie ne se fera chair et sang qu’a partir du moment ou elle será réciproque"-, en su quinto libro Fuentes actualiza su mitología femenina para descubrir, una vez más,la Historia en crisis.
 
Narrativa gótica bajo el signo del suprarreal barroquismo mexicano, a la luz de lo insólito moderno Aura pretende rescatar todas las posibilidades de lo imaginario a fin de reinventar lo maravilloso, en el cotidiano, como instrumento de conocimiento y conquista. Escrita con el lenguaje del deseo, esa nueva Historia se convierte en la fuerza genésica que restaura las palabras y purifica a los hombres, devolviéndoles el sentido de la realidad.
 
Del interior de una modernidade sofocante, Aura surge, entonces, como discurso mágico-mítico de la seducción: hechiza a Felipe Montero y al lector para redescubrir, afirma Fuentes, lo que fue olvidado, los motivos del origen y de la unidad (Fuentes, 1978, p. 12).
 
 
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segunda-feira, 10 de março de 2014

Mito, mitología poética y razón especulativa en los orígenes de la Filosofía


Vuelos de lógica interpretativa en mi época de alumna del curso de Filosofía, en el IFCS-UFRJ (años '90). Añoranzas que perduran. A mediados de los años '90, se publicó  en versión ampliada en Monografías.com (Argentina), aqui reproducida con los caracteres griegos restaurados.
 
 

por
Maria A. Silva


MΥΘΟΣ (MYTHOS): DISCURSO, TRADICIÓN Y VERDAD

Desde el punto de vista antropológico, el mito es una historia sagrada que relata cómo, gracias a los hechos de seres sobrenaturales, una realidad primordial pasó a existir, ya en su totalidad (el Cosmos) o de forma fragmentada (una raza, sociedad, institución o un hábito) (Eliade, 1986). Como historia sagrada, porque se refiere a la creación de realidades que se convirtieron en modelo ejemplar para las actividades y el comportamiento humanos, el mito se nos presenta siempre como una narración verdadera, la cual, vinculada con los ritos, se manifiesta en tiempo y espacio propios, oponiéndose por eso a las falsas historias comunes que se pueden contar en cualquier ocasión y lugar (Eliade, 1986).

Para los griegos, sin embargo, vivir un mito no siempre implicó necesariamente una experiencia religiosa capaz de insertarles en un “tiempo fuerte” primordial, donde todo sucedió por primera vez y, por ello mismo, distinto de la experiencia vulgar de la vida cotidiana. Según Cornford (1981), las narrativas míticas de la Grecia arcaica tenían, en su mayoría, fundamento etiológico, es decir, proyectaron secundariamente los ritos de finalidad práctica hacia el plano divino, a fin de justificar, mediante un precedente imaginario, ceremonias que en épocas más civilizadas despertarían horror y repugnancia, como la castración, referente a los δρόμενα, ritos agrarios de fertilidad. En esta etapa, cuando las prácticas religiosas no era controladas por dogma o teología organizada, el mito era menos un discurso revelador de una experiencia que una narrativa cuya función básica es explicar una sacralidad impulsada por acciones humanas y condicionada a la rutina.
 
Manifestando, por otro lado, una concepción del universo más bien evolutiva que creadora (cosmogónica), bajo la forma poética y épica el mito griego relató las generalogías de dioses y semidioses (héroes), quienes, nacidos de y sobre la Tierra, siguieron habitando en ella, muy cerca de la pobre raza humana, entremetiéndose en sus pensamientos, asumiendo su forma, dominando su voz y voluntad. Aunque descritos como αθανατοι (inmortales), αειγεννηται (nacidos para siempre) y diferenciados de los mortales a causa de la fuerza vital, la δύναμις poderosa e inquebrantable, los grandes Olímpicos de Homero, por ejemplo, son sensibles al sufrimiento físico y a las pasiones que inquietan a los humanos (Sissa & Detiènne, 1989).

Desde el punto de vista histórico, Paul Veyne señala la singularidad de este fenómeno: entre los griegos, el mito es esencialmente información, conocimiento que se forja con base en noticias de acontecimientos, recogidas y reordenadas. Son las Musas, informadoras encartadas, quienes conceden a los poetas el conocimiento de lo que "se sabe y se dice" (Veyne, 1987). Pero, aunque transmitido a los poetas mediante intervención divina, ese material mítico no llega a constituir una revelación análoga a la poesía de los oráculos, ya que también las Musas no "hacen más que repetirles lo que se sabe" y que se encuentra, como un "recurso natural", disponible para todos (Veyne, 1987). Compuestas a partir de acontecimientos y no de "verdades absolutas a las que el oyente pudiera oponer su propia razón" —añade Veyne—, por lo general las narrativas mítico-mitológicas griegas permitían, con su previsible composición estructural, que se distinguiera la fabulación artística de su plausible núcleo histórico. Y según Veyne, si este estado de cosas cambió, no fue gracias al descubrimiento de la razón o la invención de la democracia, fue porque el campo del saber se alteró y ensanchó "por la formación de nuevos poderes de afirmación (la investigación histórica, la física especulativa) que rivalizaban con el mito", y que, al contrario de éste, "proponían expresamente la alternativa de lo verdadero y lo falso" (Veyne, 1987, p. 37. Trad. mía)
 
TEOGONÍA / TEOLOGÍA: ΛΟΓΌΣ (LOGOS) MÍTICO Y LOS DOMINIOS DEL SABER

A pesar de la reflexión crítica de los primeros pensadores, el mito griego integró de manera decisiva el discurso inaugural de la filosofía. Esto porque, en una etapa incial del pensamiento filosófico, las dudas y cuestiones suscitadas por los problemas referentes a la naturaleza instaban por una revisión de las grandes teogonías poéticas, de las cuales —ya por entonces examinadas a la luz de una nueva teología emergente— sobresalían nociones más adecuadas a la construcción racional de una teoría cosmogónica primitiva. Es lo que se puede identificar en el pensamiento de Tales, quien, a partir de las cosmogonías orientales, abstrae del Ὠκεανός mitológico el elemento αρχή, el agua, configurador del mundo, en el cual todo se anima bajo el influjo de cierta forma de ψυχή inmortal. Idéntica orientación se encuentra en el concepto τὸ απειρον ("lo ilimitado") de Anaximandro, causa universal de la que se engendran todas las cosas; en la noción de pneuma (αηρ-αὶθήρ, aliento, motor del universo) de Anaxímenes o en la unidad esencial de los contrarios defendida por Heráclito.

Cornford (1981) asevera que los estudios de "física" esbozados por los filósofos jónicos poco tienen que ver con lo que actualmente denominamos ciencia, pues no se fundamentan sobre bases experimentales: serían en verdad frutos de la observación directa de la naturaleza, que transporta al discurso filosófico, bajo una forma laicizada y un plano de pensamiento más bien abstracto, el sistema de representación de las cosmogonías políticas. Desprovistas de su estatuto mitológico, las consagradas divinidades individuales se convierten en fuerzas motoras activas, animadas e imperecederas; sin embargo, aún se las concibe como divinas. Por eso Jean-Pierre Vernant reconoce en el pensamiento de los "filósofos de la naturaleza" la misma dualidad del discurso mítico:

[...] jugando sobre dos planos, el pensamiento aprehende el mismo fenómeno — por ejemplo, la separación de la tierra y de las aguas— simultáneamente como hecho natural en el mundo visible y como generación divina en el tiempo primordial. [...] Los elementos de los Milesios no son personajes míticos como Γαια, pero no son, tampoco, realidades concretas como la tierra. Son, a la vez, ‘fuerzas’ eternamente activas, divinas y naturales.” (Vernant, 1988, p. 380. Trad. mía)
 
"La innovación mental significativa", concluye Vernant, "consiste en que estas fuerzas son estrictamente delimitadas y abstractamente concebidas" (1981, p. 381), haciendo que la cosmogonía pase a cosmología y que a ésta, por fin, se le cambie no solamente su lenguaje como también, y ante todo, su contenido: en vez de narrar los nacimientos sucesivos de los dioses creadores, pasa a definir los principios primevos y constitutivos del ser, transformándose consecuentemente en un sistema que expone la estructura profunda de lo real. Otros presocráticos, como Demórito y Xenófanes, se dedicaron al análisis de la validez del λόγος mítico en tanto expresión de posibilidades cognoscitivas. Aunque orientado por una tendencia menos dogmática que la de sus predecesores jónicos, el filósofo de Cólofon, por ejemplo, centra su crítica destructiva en las fabulaciones míticas de la poesía, especialmente las homéricas, como punto de partida para la investigación acerca del problema de las limitaciones del conocimiento humano. Al parecer, fue Xenófanes el primer filósofo a relativizar el poder informativo del mito griego, poniendo énfasis en su condición de relato "semejante a la verdad". Bajo la apariencia de la opinión forjada se esconde la instabilidad del saber.

No obstante, como han señalado Kirk y Raven (1982), es imposible desconsiderar el hecho de que los grandes mitos griegos, tal como los concibieron Homero, Hesíodo y las cosmogonías órficas, son ya una forma empírica y no-simbólica de pensamiento, a partir del cual determinados conceptos, pese a su expresión más bien mitológica que racionalista, se nos presentan como significativos preludios de las primeras tentativas verdaderamente racionales de explicar el mundo. Hay que recordar, aquí, las palabras de Werner Jaeger, para quien la obra homérica fue "inspirada, en su totalidad, por un ‘pensamiento filosófico’ relativo a la naturaleza humana y a las leyes que gobiernan el mundo" (Jaeger, 1989, p. 53. Trad. mía). Según Jaeger, en Homero el conocimiento particular está contemplado a la luz del conocimiento general de la esencia de las cosas, tendencia ésta que, dentro de la tradición de la poesía gnómica, lleva al poeta a "evaluar todo lo que sucede por las normas más elevadas y a partir de premisas universales [...]" (Jaeger, p. 53. Trad. mía). No se puede olvidar, tampoco, de que en la poesía homérica el mito posee significación universal por manifestarse sobre todo como instancia normativa, de función social y educadora: mediante la creación de situaciones imaginarias, los mitos homéricos "simulan" momentos de la vida en los cuales puede el hombre ubicarse frente al otro "para aconsejarle, advertirle, exhortarle y prohibirle u ordenarle cualquier cosa" (Cfr. Jaeger, p. 47).

Le tocó a Hesiodo expresar de forma más filosófica, en poesía, el tránsito de la idea griega de una naturaleza física y divina a la idea de una naturaleza humana convertida en objeto de meditación de la sabiduría. Al mismo tiempo en que registra mitos ignorados o apenas esbozados por Homero (como aquellos asociados al elemento nocturno, a lo ctónico y a las figuras de Prometeo y Dionisos), Hesiodo los sistematiza en conformidad con los objetivos de su mensaje poético, introduciendo un principio mucho más racional en esta nueva creación del pensamiento mítico. De forma análoga a las composiciones homéricas, el mito hesiódico mantiene una función normativa, pero se somete plenamente a la conciencia de la individualidad del poeta. También el elogio de la justicia —base conceptual de la Θεογονία (Teogonía) y, sobre todo, de los Ἔργα καὶ ᾑμεραι (Los trabajos y los días) proviene, según Jaeger, de las fuentes homéricas y presupone las relaciones urbanas y el avanzado desarrollo espiritual de la Jonia. "Pero estos indicios aislados de una concepción ética de los dioses" presentes en Homero, concluye Jaeger, "están muy lejos de la pasión religiosa de Hesiodo, el profeta del derecho" (Jaeger, 1989). En la obra hesiódica, contra la ἔρις (disputa, rivalidad) disociadora cultivada por los nobles (gobernantes y clase militar) se opone ἀρετή, la fuerza, la excelencia del trabajo diario del hombre común. En los Ἔργα καὶ ᾑμεραι, es δίκη —el derecho, la justicia o, mejor dicho, "el derecho a la justicia"— el eje conceptual que encierra el conocimiento de la verdad, la cual sólo una ética consistente e igualitaria puede proporcionar.

La gran diferencia entre la "filosofía" hesiódica y su precedente homérico radica, además, en el hecho de que tanto en los Ἔργα… como en la Θεογονία la cuestión mítica de la ἔρις se traslada del mero nivel de las acciones al nivel de las palabras, consideradas no solamente como vehículo de transmisión de un conocimiento colectivo y unificador, sino en tanto instrumento dinámico de una forma individual de sabiduría nacida del razonamiento inteligente. Confiérase, por ejemplo, la importancia que le atribuye Hesiodo a Atenea, la diosa nacida de la cabeza de Zeus y que encarna la "razón autónoma". Los versos 293 y 294 de los Ἔργα καὶ ᾑμεραι sintetizan los fundamentos filosóficos de la obra hesiódica: “Hombre excelente es quien por sí mismo todo piensa, reflexionando sobre lo que entonces y hasta el fin sea lo mejor”. (Hesíodo, 1991, p. 44-5)

Este rudimento filosófico de la obra de Hesíodo reaparece, entre los presocráticos, justamente en el pensamiento de Xenófanes, el "destructor de mitologías", hecho que acentúa más aún su singularidad:

Fr. 18, Estobeu, Anth., I, 8, 2
 
No fue desde el inicio que los dioses
lo revelaron todo a los mortales: pero, investigando
ellos mismos [los mortales], con el tiempo descubren lo que es mejor.
 
(Les présocratiques, 1988, p. 119)
 

PLATÓN: DEL CONOCIMIENTO AGÓNICO AL CONOCIMIENTO DIALÉCTICO
 
El lugar del mito
 
En el capítulo VII de su libro Los griegos y lo irracional, E. R. Dodds (1988) resalta algunos aspectos realmente importantes para la comprensión del pensamiento filosófico de Platón: todos sus escritos pertenecen probablemente al siglo IV a.C., pero tanto su personalidad como su perspectiva se moldearon en el siglo V, manteniendo sus primeros diálogos el vigor de un mundo social desaparecido. Estos factores hacen que Dodds identifique, en la filosofía platónica, algo de orgánico: aunque no haya alcanzado una forma completamente madura, se desarrolló y cambió obedeciendo a su ley interior de crecimiento, sin dejar nunca de responder a estímulos externos provenientes, en su mayoría, del Conglomerado, término al que se puede definir, grosso modo, como el conjunto de elementos referentes a lo irracional culturalmente heredados, y que se formó entre los griegos sobre todo a partir de las grandes creencias de fundamento mítico-mitológico (Dodds, 1988).

Qué importancia confirió Platón a la influencia de los factores irracionales en el comportamiento humano y cómo los interpretaba son los interrogantes que se plantea Dodds y que nos llevan inevitablemente a otras dos preguntas indirectamente esbozadas, aunque no de todo exploradas, por el autor: ¿hasta qué punto los elementos del Conglomerado integran, de hecho, el discurso platónico y cuál su verdadera función? Las respuestas a estas dos cuestiones dependen de un abordaje que considere el posicionamiento de Platón frente a la herencia cultural en dos aspectos fundamentales: por un lado, su crítica directa a las fabulaciones mítico-mitológicas tanto de las teogonías poéticas como de los  discursos sofísticos; por el otro, los modos de transposición del mito al discurso filosófico platónico, sea a través del rescate de su significado ontológico bajo la influencia pitagórica, o a través del préstamo de su armazón formal en tanto narrativa (μϋθευμα).

La actitud crítica de Platón frente a las concepciones mítico-mitológicas perpetuadas por el Conglomerado atraviesa la casi totalidad de sus textos en diferentes grados de intensidad, manifestándose de forma directa (citas y comentarios) o indirecta (alusiones), según la estructura y meta establecidas para cada diálogo. En el Crátilo, por ejemplo, el ejercicio filológico entablado por Sócrates y Hermógenes —con base en la teoría del discípulo de Heráclito acerca de la exactitud de las palabras— busca revelar cómo el discurso mítico-mitológico puede inducir al error (Platón, 1981, 424 e; 432 c – 440 e). Fingiendo aceptar la tesis sofística, defendida por Crátilo, según la cual la exactitud de los nombres estriba en la identidad entre palabra y cosa designada y no en una simple convención, Sócrates emprende una reveladora relectura onomástica, con la cual no sólo aclara los posibles orígenes de algunos de los principales términos griegos (cfr. los nombres de dioses y héroes, sometidos, con el paso del tiempo, a un hermoseamiento transfigurador), como también anticipa determinados conceptos que más tarde se convertirían en centros nodales de la filosofía platónica. La tentativa de recobrar el sentido original de las palabras, acercándolas a su significado transcendente, sin lugar a dudas prefigura la anamnesis filosófica sobre la que se erige la teoría platónica del conocimiento.

Aunque admita, en parte, el acierto de Hesiodo al considerarles genios —δαίμονες — a todos los hombres de bien que logran obtener, tras su muerte un elevado destino y grandes honras según su grado de sabiduría y prudencia, Sócrates no ahorra críticas a la mitología poética al recordar la fama de "oradores y hábiles formuladores de cuestiones" que se les otorgaba a los héroes gracias a la etimología de las antiguas palabras áticas έροταν ("preguntar") y εἰρειν ("decir"); fama que, en la sutil ironía de Sócrates, convierte a los héroes en una clase de retóricos y sofistas. En el Protágoras, Sócrates se vale precisamente de la parodia al tratar del mito de la distribución del pudor y de la justicia entre los hombres llevada a cabo por Zeus y Hermes (320 c), para así desmontar el aparatoso discurso sofístico y afirmar la posibilidad de enseñar la virtud. Y hasta en el Político, uno de sus últimos diálogos, reanuda Platón ese tono crítico al comentar, por la boca de Sócrates "el Joven", que la retórica es la "ciencia" cuya virtud consiste en "persuadir a las masas y multitudes contándoles mitos en lugar de instruirlas" (304 e).

Pero es en la La República que la crítica al Conglomerado se define e intensa. Al seguir el raciocinio de Sócrates, quien busca incesantemente definir la justicia y las consecuencias que ésta produce entre los hombres, Adimanto afirma que, hasta aquel momento, nadie había logrado probar de forma satisfactoria, ni en verso ni en prosa, "que la injusticia es el mayor de los males del alma y que, en cambio, la justicia, el mayor de los bienes" (Libro II, 366 a – 367 b). Formando un introito a la refutación socrática a partir de ejemplos tomados de Hesiodo y Homero, los argumentos de Adimanto plantean cuestiones acerca de la existencia misma de los dioses —muy poco preocupados por el destino humano— y la incongruente justicia divina.

El gran número de citas tomadas de la Ilíada y la Odisea confirman la oposición de Sócrates a la παιδεία homérica. Para él, las teomaquias o gigantomaquias que inventó Homero nos muestran dioses viles, encantadores que se manifiestan insidiosamente bajo engañosas formas con la única intención de satisfacer sus caprichos, no pocas veces mediante los más abyectos crímenes. Sócrates advierte el peligro de la enseñanza que tiene como respaldo esta visión distorcionada de la justicia y la virtud divinas, y que se limita a conceder a los hombres puros la previsión de una feliz y póstuma "embriaguez eterna" entre las sombras del Hades (Libro II, 363 c – 364 b).

Oriundos de la investigación dialéctica cuyo objetivo último es alcanzar la ἀλεθεια de los seres y las cosas, los conceptos socráticos de ἀρετή y δίκη se oponen a la conducta desenfrenada y sin recato de los dioses inventados en las fábulas de los "poetas embusteros". La rectitud y la credibilidad del dios único concebido por Sócrates —sencillo, verdadero y perfeto tanto en palabras como en actos (Libro II, 379 b-c; 383 b-c)— aseguran la templanza y el bienestar entre los hombres. A su imagen y semejanza deben forjarse los filósofos-guardianes de la ciudad ideal platónica. En la παιδεία socrática, las fabulaciones mítico-mitológicas difundidas por la poesía épica están reservadas para el momento en la educación de los jóvenes cuando las puedan reconocer como alegorías y no como verdades incuestionables. Poetas épicos, sofistas y profetas de la retórica son, en el Libro II de la República, los "inventores de fábulas" que se esconden bajo las máscaras de "divinidades liberadoras" (365 a – 366 a) y a quienes se debe vigiliar porque, a través de la persuasión o la fuerza, veneran todos ellos la tradición erística propiciadora del conocimiento agónico.

Mucho más significativa es la reescritura del mito en el razonamiento filosófico del mismo Platón. Pierre-Maxime Schuhl (1968) dividió en tres las categorías de fabulación platónica: mitos genéticos, alegóricos y paracientíficos. Entre los primeros se incluyen aquellos en los cuales los contenidos histórico-evolutivos pasan por la criba de las interpretaciones "científicas" (particularmente de la física natural y lasmatemáticas). El diálogo platónico más complejo en este estilo es el Timeo, en el cual la leyenda de Faeton narrada por Hesiodo, Ésquilo y Eurípedes se reconstruye a través de una perspectiva racional en conformidad con los conocimientos astronómicos de la época. Además del consagrado "mito de la cueva" que en la República ilustra la teoría platónica del conocimiento y la función social del filósofo, se clasifican como alegóricos el mito del Político; el de Theuth, presente en el Fedro y el mito referente a las figuras de Prometeo y Epimeteo del Protágoras. Vale la pena resaltar que, al igual que Hesiodo, Platón enfatiza la etimología de los nombres para identificar en estos personajes las dos principales formas del conocimiento humano: Προ-μεθευς, la sabiduría pre-vidente; Επι-μεθευς, la sabiduría experiente, es decir, que se adquiere a través de la experiencia. Coherente con los postulados de la teoría platónica del conocimiento, el habla de Sócrates señala la primacía de la pre-ciencia:“[...] me temo que, sin saberlo nosotros, tu Epimeteo nos haya inducido con frecuencia a error en nuestra investigación [...] Por lo que a mÍ me respecta, prefiero al Prometeo de tu mito más que a Epimeteo: yo tomo ejemplo de él y me entrego a estas investigaciones inspirándome, para toda mi conducta en la vida, en su previsión.” (Protágoras, 361 b, p. 195)
  
Bajo la designación de mitos paracientíficos se agrupan todas las fabulaciones platónicas que atañen, por un lado, a la teoría de la naturaleza y, por otro, a la teoría del alma y la escatología. Ahí podemos incluir, en primer plano, el Fedón, diálogo de despedida de Sócrates que antecede el cumplimiento de su sentencia de muerte. Incorporando las creencias órficas —que veían al cuerpo como cárcel y posesión de los dioses— y la reflexión pitagórica, Platón orienta sus proposiciones filosóficas hacia el concepto de "ejercicio de muerte" —la ἀσκησις, "ascesis", término igualmente empleado para designar el ejercicio práctico y sistemático de los antiguos atletas—, emprendido a partir del rechazo de los placeres del cuerpo en busca de la conciliación del yo y el alma. La única realidad plena es la que se revela en la muerte y después de ella, creencia que transforma la vida en acto continuo de preparación y purificación. A lo que parece, las relaciones entre la filosofía y el discurso religioso de los misterios constituyen el gran núcleo de esta categoría de fabulación platónica. Se destaca el Fedro, diálogo en el cual Platón reconoce la "locura divina" del culto délfico como origen da la sabiduría filosófica. También el El Banquete la locura divina penetra la palabra humana. El Ἔρος mitológico, hijo de Φανές (de φαίνο, “hacer que aparezca”, “llevar la luz”, porque, radiante, hace surgir todas las cosas mostrándose él mismo) y de Νϋξ (la Noche), deja como legado al Ἔρος filosófico la dualidad de su constitución primordial. Señalando la influencia del pensamiento pitagórico, Ἔρος asume el estatuto demoníaco: como δαίμον, que rige "el arte adivinatorio en su totalidad y el arte de los sacerdotes relativa a los sacrificios, a las iniciaciones, a los encantos, a la mántica toda y a la magia" (El Banquete, 202 a, p. 584), con su polivalencia se convierte en intermediario entre dioses y humanos, rellenando "el hueco, de manera que el Todo quede ligado consigo mismo." (202 a). Agente de la iniciación erótica, que actúa primeramente como deseo dominador para luego transformarse en desprendimiento purificador al sustituir la primacía del σώμα por la de ψϋχή, el Ἔρος- δαίμον platónico es un movimiento hacia lo Bello, identificándose con el genui filosófico en su búsqueda de lo Absoluto.

La construcción dialéctica

Antes de asumir su forma más completa en La República, la teoría del conocimiento recorrió otros diálogos platónicos, como el Hipias Mayor, el Protágoras o el Crátilo. Es en el Menón, sin embargo, que podemos identificar el mejor esbozo de la teoría de las Ideas.

Acompañando el pensamiento pitagórico sobre el alma inmortal varias veces renacida y que guarda los recuerdos del conocimiento pasado, el discurso de Sócrates nos revela el mundo de las reminiscencias, el cual la anamnesis filosófica, a través de la investigación y del amor al saber, debe rescatar. Según Sócrates, la sabiduría no se obtiene en un momento determinado porque cada individuo la ha poseído siempre, debiendo pues reencontrarla en sí mismo mediante la rememoración. No se trata de la rememoración de acontecimientos, sino de verdades en correspondencia con las estructuras de lo real. Estas consideraciones suscitan por primera vez, en los diálogos platónicos, la diferenciación entre opinión y ciencia en sus grados de relación con la verdad, configurándose así, parcialmente, la división de los niveles de adquisición (recuperación) del conocimiento que se establece, en el Libro VI de La República, con la ilustración de la línea dividida.1

Ya en el Menón la opinión verdadera pertenece al nivel del mundo visible y no al mundo inteligible, no constituyéndose, por lo tanto, como ciencia porque en ella no interviene lainteligencia. No logra fijarse en el alma por mucho tiempo, salvo cuando atada por un razonamiento de causalidad (98 a,b). Sócrates cita el ejemplo de los poetas y adivinos, que dicen verdades sin el conocimiento de lo que hablan. Pero, lo mismo que la virtud, la opinión verdadera tiene el privilegio de la razón, siendo un "buen guía para la exactitud de las acciones" (97 d). En cuanto a la ciencia, Sócrates se limita a definirla como la opinión verdadera que se vuelve estable por la influencia de la facultad reflexiva.
La división del conocimiento en grados que se distribuyen entre el mundo visible y el inteligible comienza a cobrar forma definitiva en el Libro V de La República, cuando Platón discurre con Adimanto sobre la diferencia sustancial que separa una idea en sí misma de las manifestaciones de esa idea bajo múltiples formas. Platón retoma el argumento que había norteado anteriormente la discusión entre Sócrates e Hipias acerca de lo Bello: sólo quien considere las ideas —lo bello, lo bueno, lo malo, lo justo, lo injusto— en sí mismas y no las cosas —bellas, buenas, malas, etc.— podrá contemplar el verdadero conocimiento sin dejarse engañar por la opinión inconstante. Al definir, en el Libro V, los objetos de la opinión y la ciencia, Platón nos ofrece un primer nivel de interpretación de la línea dividida, la cual intentaré comentar con base en el esquema anejo.2

Decía arriba que, en el Menón, Sócrates establece los dos niveles que vendrían a conformar la teoría platónica del conocimiento: el mundo visible, dominado por la opinión oscilante; el mundo inteligible, al que se puede acceder mediante el ejercicio de la inteligencia. Platón sobrepasa las definiciones socráticas al delimitar los campos de actuación de cada uno de esos niveles. Si opinión y ciencia difieren, es porque deben de tener, cada una, su propia potencia y, por consiguiente, su propio objeto, hacia el cual esa potencia se orienta siguiendo una tendencia natural (La República, Libro V, 477 a,b). Debido a su carácter vulnerable, el objeto de la opinión transita entre el ser y el no-ser, instaurando, en compensación, una relación de conocimiento hipotético que ocupa, para Platón, un lugar intermedio entre la total ignorancia y el conocimiento inteligible. En el nivel más bajo del mundo visible, el de mayor obscurecimento y, por lo tanto, donde el conocimiento tiene su mayor grado de incertidumbre e inexactitud, a la conjetura (potencia) corresponden las imágenes (objeto); en el nivel superior del mundo de la opinión, donde el simulacro engendra formas menos inestables, los seres y el arte son los objetos de la creencia (potencia). Percibimos, pues, que en la línea dividida las relaciones entre los niveles se establecen en dos movimentos básicos: el uno horizontal, señalando la relación entre potencia-objeto; el otro vertical, indicando, en el caso del mundo visible, los grados de ambigüedad de la percepción conjetural (Libro V, 479 c).
 
En lo que atañe a los grados de obscurecimiento (cfr. Libro VI, 510 a, 511 d; Libro VII, 534 c), la distribución de los niveles del mundo inteligible obedece exactamente a la del mundo visible, pero la calidad del conocimiento ahí presente es de naturaleza distinta. Por tratar no con objetos visibles sino con el entendimiento, la ciencia obliga al alma a libertarse del yugo de la percepción sensible —común al mundo de la opinión—, guiándola hacia el conocimiento puro —las Ideas—, del cual la ciencia representa un estadio incompleto. El movimiento vertical no incluye grados de ambigüedad, sino de intensidad, y la relación de conocimiento (potencia-objeto) es dialéctica, no hipotética, porque la ciencia está basada en hipótesis reales, en matrices recuperadas por el ejercicio de la facultad reflexiva, y no en hipótesis inconsistentes, como las opiniones. La teoría de las Ideas constituye, pues, un movimiento ascensional que conduce a la verdad del ser ("del mundo perecedero a la esencia de las cosas", Libro VII, 525 b, p. 784). Al mundo inteligible sólo pueden pertenecer las ciencias que se valen de la inteligencia pura para alcanzar esta verdad en sí (Libro VII, 526 1c). Las alinea Platón en niveles de actuación, según su objeto específico de conocimiento. Primero, el cálculo y la aritmética, que trabajan con la noción de unidad abstracta (por analogía, con la noción de lo universal). A continuación: la geometría, ciencia de lo que "siempre es"; la trigonometría; la astronomía, desvinculada de su función práctica y vista en su relación con la geometría (en la observación del movimiento de los astros buscando descubrir relaciones mutuas, como la simetría). Impulsadas todas ellas por la razón dialéctica, prescinden de los sentidos en su misión  de conducir al alma al más alto nivel de lo inteligible. A estas ciencias dialécticas Platón contrapone las artes, como la gimnasia y la música, ambas siempre a procura de la armonía a través del ritmo, y que, actuando dentro de los límites del mundo visible (Libro VII, 522 a,b), ofrecen una visión mucho menos clara del ser por conectarse a hipótesis de origen inestable, no alcanzando la comprensión del principio de todas las cosas (Libro VI, 511 c,d; Libro VII, 522 a,b). Todas las demás artes se ocupan de las opiniones de los hombres o de sus deseos, o de la generación y las producciones, o del cuidado absorbente de las cosas nacidas o fabricadas.
 
Más compleja es, sin lugar a dudas, la comprensión del papel que juega la filosofía en este proceso dialéctico. Platón infiere que las ciencias por él enumeradas necesitan otra designación, pues, aunque se las incluya en la línea dividida dentro del mundo inteligible, pertenecen todavía al estadio incompleto del conocimiento puro. Pasa entonces a denominarlas "artes". Descuella la filosofía como verdadera ciencia dialéctica, capaz de llevar todas las demás "artes" a la consecución de su trabajo de investigación sobre la esencia de las cosas. En la alegoría de la cueva, paralelamente a la cuestión de los niveles del conocimiento, se encuentra cifrada la misión de la filosofía en dicho proceso. Como hombres capaces de percibir "lo que siempre mantiene su identidad consigo mismo" y la "esencia inmutable de las cosas, no sujeta al vaivén de la generación y la corrupción", los filósofos alcanzan "la naturaleza misma de lo que existe", despertando la inteligencia y el saber (Libro V, 484 b,c; 486 a; 490). Guardianes de la ciudad ideal que deberá igualarles en excelencia, los filósofos podrán libertar las almas prisioneras de las sombras, guiándolas dócil y lentamente (y no como los educadores comunes y los sofistas) hacia la luz de las verdades. A lo largo de este camino ascensional hacia el Bien —según Platón el mayor y más completo conocimiento—, se alcanza la virtud política, la administración perfecta que tiene por meta la formación de buenos ciudadanos (Protágoras, 319 a), propiciadora de la justicia. Recordemos que en Platón la virtud es razonamiento pero también don divino. Y como tal no se la puede enseñar. Pero, si tiene origen divino, pertenece al nivel de las Ideas y se la puede rescatar mediante la anamnesis filosófica. Ahí reside la idea misma del Bien, causa de la verdad de los objetos de la ciencia y del propio conocimiento.
 

Notas
 
1 Esquema de la línea dividida propuesto por Copleston (1991) v. 1, p. 163.

 
 
2 Mi esquema personal busca ensanchar la perspectiva interpretativa de Copleston, lo que explica los desdoblamientos conceptuales en los variados planos del conocimiento dialéctico (entre lo visible y lo inteligible; entre el objeto y la potencia) y uno que otro añadido, sobre todo la τεχνή, incluida por Platón en el plano de la percepción conjetural. Por motivos técnicos no fue posible traducir el texto del esquema, cuya copia se reproduce abajo, en português (aumentar el zoom del navegador para visionarlo correctamente).
 
 
 
 

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