Quinto y último capítulo (O simbolismo erótico em Aura: sedução na trama da escritura feiticeira) de mi tesis doctoral Formação da simbólica erótica na obra de Carlos Fuentes, Facultad de Letras UFRJ, concluída en agosto de 1991 y defendida en enero de 1992.. Se publicó en libro por el SEPEHA/UBC, en 1994. La versión en castellano que ofrezco a continuación se publicó en Monografías.com, Argentina.
por
Maria A. Silva
Con su quinta obra, surgida el año mismo de la publicación de La muerte de Artemio Cruz, Fuentes cierra lo que podemos considerar su primer gran ciclo narrativo, origen de todos los recursos técnicos y temáticos utilizados por el autor en sus creaciones ficcionales posteriores.
Caracterizada por el hibridismo formal resultante de la fusión de dos géneros afines, la nouvelle y el cuento, Aura esconde bajo su estructura aparentemente simplificada una complejidad temática que aún hoy suscita renovadas variaciones interpretativas, a pesar de la opinión negativa de algunos críticos, para quienes, en ese "cuento de fantasmas" donde todo queda dicho desde el comienzo, ni la trama ni los personajes logran "embrujar" al lector (Harss & Dohmann, 1981, p. 370). Fuentes ha reafirmado con frecuencia su afecto especial por este libro, que consolida el estilo muy personal forjado a través de sus incursiones en la narrativa breve. Aura no sólo revela el total dominio de la técnica esbozada en Los días enmascarados como anticipa los recursos que en los libros subsecuentes -sobre todo Cantar de ciegos y Cumpleaños- definieron la práxis literaria de este escritor mexicano, elaborada en perfecto sincronismo con las tendencias ficcionales de la actualidad.
La supuesta anticipación de la trama, señalada por la crítica como la gran falla estructural de Aura, constituye en verdad, si bien examinada, un procedimiento ampliamente difundido entre los prosistas hispanoamericanos coetáneos de Fuentes. Julio Cortázar fue uno de los primeros a manifestar plena conciencia de los límites impuestos por las leyes de construcción de la narrativa breve cuando buscó conceptuar algunos de los recursos básicos comúnmente empleados en las obras de los principales cultores de este género literario (Cortázar, 1974, p. 147-63 y 227-37). Determinadas nociones que señala Cortázar, como por ejemplo intensidad y tensión, aclaran y justifican la presencia, en Aura, de dicha "anticipación", concentrado esfuerzo creador que tiene por meta atraer la atención del lector de inmediato a fin de apresarle en la ardidosa trampa de lo imaginario. La presencia de lo fantástico en la obra ratifica la necesidad de un recurso de tal orden, pues instalar la perplejidad en la mente del lector es, según Felipe Furtado, el objetivo básico de esta modalidad de construcción narrativa, el cual sólo se alcanza mediante la prefiguración de un conjunto de líneas de actuación que la intriga deja entrever de forma más o menos clara (Furtado, 1980, p. 75).
Esta discreta polémica en torno de Aura nos hace recordar las consideraciones de Tobin Siebers acerca de lo fantástico romántico: la expresión literaria de una realidad histórica depende de la capacidad de la literatura para explicarse a sí misma (Siebers, 1989, p. 167). Declarando un combate abierto contra los excesos del racionalismo, el Romanticismo concedió voz a tradicionales parias de la sociedad -locos, divinos idiotas y hechiceros- , conviertiéndoles en protagonistas de un claro proceso de victimización. No es difícil percibir como a esta influencia romántica (suficientemente reconocida por Fuentes) se sumaría, en Aura, la incorporación de las técnicas narracionales del nouveau roman, confluencia de tendencias que puede explicar, en parte, el porqué del adelanto de la intriga. Es la mirada oscilante y persistente del yo-tú victimario, compartido por narrador y protagonista, la que desvela rápidamente al lector la dual interacción entre realidad y ensueño, imaginación y conciencia. A través del pronombre tú lo sobrenatural se revela al lector de Aura como experiencia histórico-cultural. Según Caro Baroja, prácticamente todos los pueblos arcaicos se refirieron (y aún lo hacen) a las fuerzas sagradas a través de un tú que denota, ante todo, intimidad y empatía (Caro Baroja, 1986, p. 20). Este pronombre gobierna el pensamento mágico que se transforma en base contextual de Aura, propiciando la empatía instantánea e imprescindible entre los elementos de la tríada protagonista(víctima)-narrador-lector. Creando lo que Jean Fabre denominó "vínculo maldito", Aura engendra una poética de la posesión que se encarna en la potencia de atracción del entorno fantástico.
Sin embargo, hay que notar cómo, diferentemente del nouveau roman, que reduce la intensidad de la acción humana para favorecer la observación de un mundo en el cual predomina la materialidad de los objetos, Aura nos ofrece una realidad donde imperan los movimientos físicos y psíquicos de los personajes, donde ojos insaciables persiguen la esencia de lo humano con insistencia. Reconocer una psique dividida escudriñando visualmente la representación fragmentada de la realidad es también uno de los fundamentos estructurales del Gothic Revival, cuyas técnicas seleccionadas y combinadas -señala Bertrand Evans- tienen por objetivo primario explorar el lado oculto de los seres y las cosas, el misterio, las tinieblas y el terror (Evans, 1947, p. 01-05). Sus más sorprendentes características - paneles secretos y pasajes subterráneos- se asocian directamente no a la literatura, sino a la arquitectura medieval en ruinas. Habitan este mundo heroínas decadentes, casi siempre iluminadas, virtuosas y excesivamente sensibles, incomprendidas reincarnaciones del Satán de Milton a quienes la sociedad condena a exiliarse del convivio humano. Opresión es, por lo tanto, la acción que mueve a estos personajes femeninos y a los de Fuentes en Aura, novela en cuya tejedura se pueden identificar vestigios de textos como The wood daemon, de Matthew Gregory Lewis, y Orra, de Joanna Bailie (cfr. la búsqueda de la víctima, el altar, la ceremonia sacrificial, las habitaciones contiguas).
El aspecto más significativo de este libro es, sin embargo, la habilidad con que Fuentes desarrolla en él un amplio e intenso proceso intertextual que no llega jamás a comprometer la singularidad de la obra, pese a su corta extensión. Aura se nos presenta como una escritura en palimpsesto que mantiene vivos los vestigios de los textos anteriores. En Como escribí uno de mis libros, ensayo en el cual más sugiere que aclara, Fuentes juega con la capacidad intuitiva del lector al indicar las fuentes artísticas que contribuyeron a la composición de su nouvelle (Fuentes, 1989, p. 41-61).
Según el autor, fueron tres las influencias básicas que definieron la temática de Aura. La primera se dibujó durante la conversación con Luis Buñuel, en 1959, en una tarde mexicana "de aire transparente y aroma de tortilla tostada y chiles recién cortados y flores fugitivas" (Fuentes, 1989, p. 45), cuando el cineasta aragonés le hablaba de Quevedo y de sus planes de transposición al cine de la tela en la que Géricault representa el drama de los náufragos del barco Medusa (siglo XIX), condenados a sobrevivir devorándose entre sí. De este diálogo entre creaciones y creadores se originaron los esbozos iniciales tanto de El ángel exterminador como de Aura, cuyo argumento Fuentes entresaca de la pregunta de Buñuel: "¿Y si al cruzar el umbral de una puerta pudiéramos, de pronto, recuperar la juventud; ser viejos de un lado de esta puerta y jóvenes de nuevo luego de haberla cruzado?" (Fuentes, p. 46). Dos años después, en el verano parisino, el reencuentro con la muchacha mexicana que había conocido en la infancia intensa la idea. Al traspasar el umbral que separaba la sala de la recámara donde Fuentes la esperaba, aquella muchacha envejecida, que era encontes, como en los versos de Quevedo, casi "polvo enamorado", experimenta súbita y simultáneamente las mismas transformaciones convocadas por la luz que la ilumina y envuelve a través de los cristales de la ventana. El umbral del apartamento del Boulevard Raspail se convierte en el límite de todas las edades de la mexicana a quien el escritor desea en la tarde caliente de agosto, sintiéndose "en el reino de amor huésped extraño", para luego darse cuenta de que los ojos de quien ama pueden mirarnos también "con muerte hermosa".
Así, bajo la marcante influencia de Buñuel, de Quevedo y de la muchacha "encarcelada en la luz de Paris", los temas de la necesidad y del deseo comenzaban a ganar cuerpo en las primeras páginas acaloradas de Aura, cuando una película del japonés Kenji Mizoguchi -Los cuentos de la luna vaga después de la lluvia, basado en el cuento La Casa Entre Los Juncos"- determinó el destino final de la fantástica relación amorosa entre Felipe y la espectral sobrina de la señora Consuelo. Tanto en el cuento de Ueda Akinari como en la adaptación de Mizoguchi, Fuentes reconoce la misma temática a partir de la cual su quinto libro venía formándose: el aprisionamiento por el tiempo, el deseo en lucha contra la soledad, el olvido y la muerte. Encarnando una esposa inocente y fiel, como en el relato de Akinari, o una Penélope maculada, como en la película de Mizoguchi, a través de nuevo prisma el personaje Miyagi le reveló la mujer en su función mediadora entre la vida y la muerte, la realidad y el sueño, lo perdido y lo recuperable.
Durante las mañanas de su redacción inicial en un café cerca de la Rue de Berri, Aura nacería -declara Fuentes- para aumentar la descendencia de las mujeres secretas como Miyagi, algunas de ellas ya personificadas en la literatura occidental, a la que, por fin, recurre el autor. De tres de esas "portadoras del consuelo, del deseo y de la sabiduría prohibidas por la razón moderna" (Fuentes, 1989, p. 53), Aura-Consuelo incorporan indelebles rasgos físicos y psíquicos: como la misteriosa Miss Bordereu, salida de las páginas de la short novel de Henry James -The Aspern papers (Los papeles de Aspern)- , son memoria y símbolo de un pasado glorioso que necesita mantenerse vivo en un cotidiano indiferente; golpean el aire con el mismo desespero de la amargada Miss Havisham, personaje enigmático de la novela Great expectations (Las grandes esperanzas), de Charles Dikens, condenada a perpetuar la llama destructora de su devotada pasión; con la sagacidad de la vieja Condesa de La dama de espadas, de Pushkin, revelan la estrechez de un mundo masculino presuntuoso y convenientemente racional. Fuentes observa que la similitud estructural que vincula esas historias vuelve permanente la actuación conjunta de los tres personajes: la vieja y la pareja de jóvenes. Invariablemente, en las tres obras hay siempre un intruso que ansía por conocer el secreto de la mujer más vieja -secreto de la fortuna en Pushkin, del amor en Dickens, de la poesía en James- y que, para obtenerlo, no vacila en aprovecharse de la joven de manera engañosa. No obstante, según Fuentes, el aspecto fundamental que determina la diferencia entre su texto y las demás obras del género que lo antecederon es el hecho de que, en Aura, se invierten los papeles que juega esta tríada de personajes: Consuelo y su sobrina son "la misma persona y son ellas quienes arrancan el secreto del deseo del pecho de Felipe" (Fuentes, p. 54).
Resultantes de la mezcla de todas esas variadas encarnaciones, Aura-Consuelo representan la fusión de los contrarios que el hombre, "dividido entre su pensamiento divino y su dolor carnal" (Fuentes, 1989, p. 55), no alcanza admitir. Expresión simultánea de la femme-enfant - redentora de un mundo salvaje, como Melusina- y de la hechicera -dueña de su propia voluntad y seductora, como Circe-, Aura-Consuelo enfatizan la primacía del sistema femenino del mundo, idea-clave sintetizada, en el epígrafe de la obra, a través de la cita del historiador francés Jules Michelet:
El hombre caza y lucha. La mujer intriga y sueña: es la madre de la fantasía, de los dioses. Posee la segunda visión, las alas que le permiten volar hacia el infinito del deseo y de la imaginación... Los dioses son como los hombres: nacen y mueren sobre el pecho de una mujer...
Lo mismo que en los textos de James, Dickens y Pushkin, La sorcière, obra a la que Roland Barthes definió como "Historia y novela", viría a transformarse para Fuentes en importante venero de elementos descriptivos y de referencias onomásticas. De ahí provienen las denominaciones de los personajes Felipe, Consuelo y Llorente; el patio de hierbas medicinales; el color verde de los ojos y trajes de Aura, color del Píncipe del Mundo; el sacrificio de los siete gatos encadenados; el sombrío vino color de sangre; la muñeca de harina. Para el escritor mexicano, empero, el verdadero centro de interés en el texto de Michelet es la evidencia de una problemática existencial que sobrepasa los límites de época: la supervivencia agónica de un ser dominado por la desesperación de la servidumbre y el anonimato en un tiempo amenazado por el poder secular y divino. En la bruja de Michelet la magia se presenta como sistema simbólico, el cual, fruto de una realidad social imperiosa y opresora, contra ella arremete como auxilio y defensa. En su primera edad, la hechicería se nutrió "de viejas tradiciones paganas y de las lecciones cristianas tomadas al revés" y, asimismo, "de la inquietud y la impotencia de los hombres" (Michelet, 1952, p. 26-7. Trad. mía). En el estado general de las sociedades en la Edad Media, edad de los hombres, como la nombró Georges Duby (Duby, 1989), "la mujer especialmente se desesperó y se vió arrastrada a entregarse al Diablo" -el "negativo de Dios", el seductor de cuerpos y almas, detentor de "todos los secretos de la naturaleza que turban el sueño"- , conviertiéndose en bruja lujuriosa, maldita e impura (Michelet, p. 26-7.Trad. mía). Sin embargo, en tanto que "oficiante de esta contra-religión", la bruja es la única detentora de las llaves que propician el acceso y tránsito entre lo real y lo imaginario, entre la represión histórica y la ilusión liberadora.
Transportada a través de Aura al contexto mexicano, en el que, recuerda Le Clézio, el silencio encubre el pensamiento interrumpido de las antiguas civilizaciones y la Historia comienza en el encuentro de dos sueños - el sueño de un mundo de magia, sustentado por la dualidad sexual y psíquica de sus divinidades y exterminado por el furor del sueño masculino moderno de la Conquista, nacido del deseo de poder (Le Clézio, 1988, p. 11)- , la bruja de Michelet se transforma en la prolongación renovada de una misma problemática: interdicción, soledad y anonimato que afloran del cotidiano como búsqueda de una realidad perpetuamente ansiada pero nunca alcanzada, nostalgia de un tiempo que se espacializa, "cuerpo", como observa Octavio Paz, "del que fuimos arrancados" (Paz, 1986, p. 187).
Aura-Consuelo pasan a encarnar, entonces, a la vez, todas las funciones simbólicas comunes a las varias figuras femeninas concebidas por Fuentes, desde su primer libro: la decadencia del poder mágico de Teódula Moctezuma; la loca pasión que sobrevive hasta a la muerte, conservada por la sepulcral Carlota de Tlactocatzine del jardín de Flandes; el incomprendido poder secreto de Mercedes Zamacona, proscrita por su rebeldía; la exacerbación erótica y religiosa de Asunción; la representación, por Regina y Catalina, de un Paraíso perdido y rescatado en los verdes ojos de Dolores. Decaídos símbolos del pasado, víctimas de la opresión sentenciadas al aislamiento y personificación del Mal, al igual que las heroínas trágicas de las narrativas del Gothic Revival; imágenes barrocas de la transitoriedad humana y de la lucha entre el deleite carnal y la abnegación redentora; manifestación surrealista de la victoria de Eros-daimonion, fuerza mediadora y subversiva propiciadora de la facultad de conocimiento (Béhar & Carassou, 1984, p. 143): los múltiples y simultáneos rostros legados por todos esos personajes a su más joven descendiente reflejan la experiencia de la pérdida y del rescate de la unidad y la identidad por intermedio de la imaginación que se vuelve deseo.
También Felipe Montero hereda rasgos indelebles de sus antecesores, aproximándose más de los personajes masculinos de Dickens, detenidos entre la farsa y el misterio de un ambiguo entorno urbano donde se entrecruzan sueño y realidad, y de los personajes de James, quienes, viviendo un exilio real o ilusorio, se confinan en un presente sin pasado donde se confrontan con sus dobles, fantasmas de sí mismos, testigos y símbolos de la "última condena de la civilización natal, de una realidad sin dirección" (Bessière, 1974, p. 143. Trad. Mía). Pero, para mejor caracterizar a Felipe dentro del contexto mexicano contemporáneo, Fuentes se basó en un antecedente inmediato, ideado por Xavier Villaurrutia en su cuento Dama De Corazones: así, pues, Montero reitera la indecisión y el ascetismo de Julio, narrador-protagonista a quien el regreso a la tierra natal reserva un angustiante proceso de auto(re)conocimiento que le hace descubrir un pasado hasta entonces ignorado, convertido por la irreversibilidad del tiempo en "valor preciso, historia, que hace daño" (Villaurrutia, 1966, p. 594). "Naúfrago voluntario" refugiado en una "isla de egoísmo", Julio ve aflorar su "línea del corazón", "oculta bajo un enrejado impenetrable", en la dualidad del juego de seducción que le divide entre sus primas Aurora y Susana, opuestos y esfumados recuerdos de la infancia que resurgen para sobreponerse en su memoria como "dos películas destinadas a formar una sola fotografía", unidas por un mismo cuerpo "como la dama de corazones de la baraja" (Villaurrutia, p. 576). Influenciado por la reveladora presencia del elemento femenino, Julio experimenta, como más tarde Felipe, un estado de devaneo - "vuelan los deseos en la imaginación"- que lo lleva a entrever belleza y juventud en la figura de una anciana "horrible, arpía flaca, mitológica, con un juego de arrugas en la cara propio para representar todas las etapas de la vejez [...]", a quien estuvo a punto de confesar sus secretos. Aunque temiendo no encontrar "la puerta de la realidad", Julio se da finalmente cuenta de que, presos al cotidiano, "no hacemos más que vivir nuestras costumbres": "Apenas sí en el sueño, vertiginosamente, vivimos en intensidad, en sólo un instante, lo inesperado, lo trágico, la felicidad, el azar [...] todo lo que no es sueño no es vida."
Proviene de esta vieja señora la voz cascada que guía a Felipe luego de su entrada en el caserón de Aura-Consuelo. Otros elementos de la narrativa de Villaurrutia se repiten en el texto de Fuentes: el reloj que, imperioso, anuncia el paso de las horas; el "cuarto de estudio" alfombrado con un verde sombrío; la bata verde seco; el ramo de violetas que recuerda a Mme. Girard el primer día de su viudez; el espejo en el cual Julio encuentra, por fin, otro rostro: "[...] descompuesto que no puedo menos de palpar y esculpir con las manos como si mañana fuese a dejar de ser mío para siempre".
Mas como en el caso de Aura-Consuelo, existe una diferencia básica que distingue a Felipe de sus ascendientes: su actuación se orienta, ante todo, hacia la realización de un destino colectivo y no propiamente hacia la consecución de una voluntad individual. Asumiendo una función semejante a la anteriormente desempeñada en La muerte de Artemio Cruz, la instancia del tú corrobora esta orientación al presentársenos como voz denunciadora de una realidad sin sentido, que Montero experimenta en tanto personificación del mexicano contemporáneo de las grandes ciudades. En la figura de un Prometeo moderno, retenido entre la nostalgia de un paraíso perdido y la imposibilidad del paraíso futuro, Felipe condensa, al igual que sus compañeras, todos los tiempos a los que se ven invariablemente sometidos los personajes de Fuentes.
El joven Montero no llega a expresar la inquietud existencial de Manuel Zamacona, pero se encuentra, como él, aprisionado en la misma obcecada reverencia al pasado, no al latente pasado azteca de Manuel, sino a un pasado estático que intenta recuperar, a través de una anamnesis historiográfica, en su gran obra de conjunto sobre los descubrimientos y conquistas españolas en América:
Si lograras ahorrar por lo menos doce mil pesos, podrías pasar cerca de un año dedicado a tu propia obra, aplazada, casi olvidada. [...] una obra que resuma todas las crónicas dispersas, las haga inteligibles, encuentre las correspondencias entre todas las empresas y aventuras del siglo de oro, entre los prototipos humanos y el hecho mayor del Renacimiento. (A, p. 140)
Son estos planes de trabajo y la necesidad de apoyo financiero para realizarlos que le impelen a aceptar la propuesta de la viuda Llorente. Desde la lectura del anuncio en el periódico, voz de llamamiento que se actualiza cada nuevo día, hasta el momento del encuentro con Aura, el joven historiador recorre el camino iniciático que enigmaticamente lo conduce al omphalos de la ciudad de México, donde, más que en otro punto cualquiera de la capital, el pasado indígena subyace literalmente a la construcción de un nuevo orden cultural. En el centro vital de la antigua Venecia-Tenochtitlán, se reproduce en el rosa y el gris de sus edificaciones -"Unidad del tezontlé, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada de barroco mexicano, los balcones de celocía, las troneras y los canales de lámina, las górgolas de arenisca". (A, p. 127)- la misma sugestión de callado desánimo captada por el protagonista de The Aspern papers durante su búsqueda del quartier perdu que abriga el misterioso templo de Miss Bordereau. En medio a ficticias, aunque no menos poderosas aguas, la morada de la viuda Llorente integra el indistinto conglomerado de viejos palacios coloniales de la Calle de Donceles, punto de convergencia a la vez sombrío y privilegiado en el interior del cual, como una especie de Gustav Aschenbach hispánico, Felipe encuentra una muerte simbólica: "Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no perturban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edificios." (A, p. 140) A Gustav Aschenbach, protagonista de Muerte en Venecia, le asedia una movilidad que este personaje rechaza en su inalterable mundo bizantino y que le revela la dudable naturaleza del Arte y del artista. En Aura, a su vez, el auto(re)conocimiento de Felipe señala la dudable naturaleza de la historiografía y del historiador. La elección de la Calle de Doncelles como centro geográfico de la trama no parece, pues, gratuita: su antiguo número 66 abriga la sede de la Academia Mexicana de Historia.
El acto de transposición del umbral constituye el primer estadio de una serie de ritos de agregación y transferencia, como la escalada ascencional, la cena conjunta (cfr. los términos "comensal" y "comensalismo’), la ablución, ritos a los que Felipe se someterá a lo largo del proceso de adquisición de su nueva identidad. Orientada hacia una dirección favorable, la puerta de entrada, con "esa cabeza de perro en cobre, gastada, sin relieves: semejante a la cabeza de un feto canino en los museos de ciencias naturales", se transforma para el joven en el límite entre la ordenación caótica de la realidad exterior y la imprevisible quietud de lo imaginario:
Las nomenclaturas han sido revisadas, superpuestas, confundidas. El 13 junto al 200, el antiguo azulejo numerado - 47- encima de la nueva advertencia pintada con tiza: ahora 924. [...] Imaginas que el perro te sonríe y sueltas su contacto helado. La puerta cede al empuje levísimo de tus dedos y antes de entrar miras por última vez sobre tu hombro, frunces el ceño porque la larga fila detenida de camiones y autos gruñe, pita, suelta el humo insano de su prisa. Tratas, inútilmente, de retener una sola imagen de ese mundo exterior indiferenciado. (A, p. 127)
Dejándose guiar por la voz de la seducción, Felipe es atrapado por Aura-Consuelo como Psyché por Eros: se conduce a ambos a un recinto oculto localizado en el centro de un valle; ambos penetran la oscuridad guiados tan sólo por las palabras del(de la) futuro(a) amante: "Buscas en vano una luz que te guíe. Buscas la caja de fósforos en la bolsa de tu saco, pero esa voz aguda y cascada te advierte desde lejos: - No..., no es necesario. Le ruego [...]" (A, p. 127)
La descripción de los primeros instantes de Montero en el interior de su nueva realidad evocan el mismo pasaje de la percepción de los valores sensibles a la percepción de los valores sensuales expresada en el cuento Tlactocatzine Del Jardín De Flandes, de Los días enmascarados. Con su olor de musgo, de humedad de plantas y raíces podridas -"perfume adormecedor y espeso"-, el patio oscuro por donde se introduce Felipe a través de un "callejón techado" duplica el recóndito jardín del caserón de Puente de Alvarado renovando la representación simbólica de una corporeidad femenina sobrehumana. La inmersión en las tinieblas experimentada luego del cierre del acceso al zaguán inicia la instauración del régimen nocturno, espacio y tiempo propicios tanto al afloramiento del inconsciente (cfr. La muerte de Artemio Cruz) como a la acción sobrenatural, régimen aquí asociado, también en su carácter numinoso, a la figura de Hécate, grande diosa-madre de las magas que encarna a la bacante para seducir a las almas de los muertos, soberana de las encrucijadas y de la noche, ocasión favorable a la realización de ritos secretos (Caro Baroja, 1986, p. 45). En Aura, la repetición de esta geografía mítica, que opone el espacio sagrado (interior) al homogéneo y geométrico espacio profano (exterior), relaciona simbólicamente casa y cuerpo a la imagen del templo, santuario que actúa a modo de sortilegio y cuyo objetivo último es atraer a su interior, al centro del cual todo se irradia y adónde todo converge, es decir, el altar, lugar en que el ritual de transferencia culmina con la unión erótica de Felipe y Aura-Consuelo delante del Cristo Negro mexicano.
Octavio Paz afirma que al ritualizarse, asumiendo el proceso de simbolización como función sublimadora, el erotismo opera una transformación, una conversión -en el sentido religioso de la palabra- radical (Paz, 1979, p. 229). En la quinta obra de Fuentes esta acción sublimadora se cumple a través de la asociación simbólica entre erotismo y religiosidad, ambos caracterizados, observa Bataille, por la búsqueda de una continuidad más allá del yo y del mundo inmediato (Bataille, 1980, p.105-6). Las nociones de sacrificio, comunión y liturgia se vinculan aquí con la base misma del acto erótico y con las dos grandes esferas religiosas focalizadas en la novela. La primera, la concepción mágico-mítica común a las sociedades arcaicas, para las cuales el sacrificio ritual integra las fiestas religiosas, aproximando al hombre de sus dioses y haciéndoles participar de la santidad -imitatio dei (Eliade, s.d., p. 112). El sacrificio ritual es, pues, una ofrenda: consagra y diviniza a la víctima. Por intermedio de la muerte, deshace la sucesión ordenada del trabajo (tiempo profano) y de la existencia cotidiana, configurándose como elemento transgresor. En esas sociedades el erotismo se presenta como un momento de alta tensión religiosa: afirma su carácter sagrado al invocar la negación de cualquier límite (Bataille, p. 98). La segunda, la religiosidad judaico-cristiana que se opuso al espírito de transgresión. La continuidad renovadamente perdida y recuperada en las sociedades arcaicas a través del sacrificio se la reencuentra, en el Cristianismo, fuera de los cuerpos, en la figura de Dios, invocada más allá de la violencia de los delitos rituales a través del amor total y sin cálculo de los fieles, quienes sólo contribuyen para el sacrificio en la cruz con sus faltas (Bataille, p. 106). El erotismo pasa a ser entonces objeto de condenación, cayendo en el dominio de lo profano, ahora concebido como profanación de lo divino, asimilado a lo impuro y al Mal, o sea, a la transgresión condenada, el pecado.
Aura revive la mítica figura de la hechicera, sacerdotisa de la naturaleza que, según Michelet, preside la industria soberana que cura y conforta al hombre (Michelet, 1952, p. 23). Bella donna conocedora tanto de las virtudes como de los maleficios de plantas y pociones, y que se vale de la metamorfosis zoomórfica en su actuación mágica, la hechicera celebra un culto de fertilidad concerniente a las ceremonias arcaicas que el pensamiento religioso cristiano interpreta como una actividad subvesiva y diabólica (Caro Baroja, 1986, p. 110). Consuelo es, a su vez, Aura decadente: oficiante del culto al Diablo, el Ángel o Dios de la transgresión, de la insumisión y la revuelta, bruja que lleva estampada en su aspecto físico la marca de la degradación. Privada del amor y del goce sensual -el castigo de Lucifer no es aquí la incapacidad, como ha resaltado Papani, sino la imposibilidad de amar (Papini, 1969, p. 72)- Consuelo se ve condenada a fruir tan sólo el "placer de la devoción", debilitándose en su alcoba dónde ocupa el lugar central del martirio. La envuelven la morbidez de las imágenes que se contuercen en el viejo grabado iluminado por los candelabros - mantenedores de la llama divina pero también del fuego luciferino- y el desorden promovido por la "sucia legión gruñidora" de los demonios, deliberada afrenta a la resignación y a la esperanza de la muerte que se refleja en las imágenes de los santos, veneradas junto a las vísceras conservadas en frascos de alcohol y a los corazones de plata:
Cristo, María, San Sebastián, Santa Lucía, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes, los únicos sonrientes en esta iconografía del dolor y la cólera: sonrientes porque [...] ensartan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hierviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. [...] la señora Consuelo de rodillas, amenaza con los puños, balbucea las palabras que, ya cerca de ella, puedes escuchar [...]. (A, p. 136)
Consuelo pronuncia palabras bíblicas bajo la forma de conjuro, expresión de la voluntad propia y del deseo (Caro Baroja, 1986, p. 30) -"Llega, Ciudad de dios; suena, trompeta de Gabriel; ¡ay, pero cómo tarda en morir el mundo!" (A, p. 136)- y denuncia con sus movimientos nerviosos y lascivos -la gesticulatio, signo del desorden (Schmitt, 1990, p. 432)- el transe demoníaco:
Avanzas de nuevo hacia la puerta; la empujas, dudando aún, y por el resquicio ves a la señora Consuelo de pie, erguida, transformada, con esa túnica entre los brazos: esa túnica azul con botones de oro, charreteras rojas, brillantes insignias de águila coronada, esa túnica que la anciana mordisquea ferozmente, besa con ternura, se coloca sobre los hombros para girar en un paso de dansa tambaleante. (A, p. 144-45)
Sólo la encarnación de Aura concede a Consuelo la verdadera movilidad que esta vieja señora, clavada entre las imágenes religiosas, apenas consegue esbozar. Además, le toca a la joven la tarea de preparar y llevar a cabo las sucesivas etapas del ritual mágico que le hacen a Felipe apto al cumplimiento de su misión: la iniciación en las tinieblas; la imposición del régimen alimentar de riñones, símbolos de la memoria, en salsa de cebolla, acompañados siempre de un "líquido rojo y espeso" como vino y sangre, símbolos eucarísticos pero también principios úmedos -dynamis- que sustentan el poder dionisíaco; la confección de la muñequita de trapo, "rellena de una harina que se escapa por el hombro mal cosido", de rostro pintado con "tinta china" y el cuerpo desnudo, "detallado con escasos pincelazos"; el holocausto del macho cabrío.
En la beatitud de su habitación, donde el único adorno es la imagen barroca de un Cristo Negro mexicano, con gestos coordenados, imagen del orden moral y de la voluntad de Dios (Schimtt, 1990, p. 31), Aura se vale del simbolismo litúrgico para reinstaurar un ritual de eficacia mítica a través del cual se diluyen los límites de la razón. Al modo de oración, discurso de acatamiento y vasallaje, sus palabras encierran el conocimiento prohibido que revela la anulación de jerarquías y límites (Caro Baroja, 1986, p. 41):
- El cielo no es alto ni bajo. Está encima y debajo de nosotros al mismo tiempo. [...] [Aura] dirige miradas fortuitas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone [...] (A, p. 150)
El carácter místico presente en esta unión erótica de la pareja evoca simbolismos múltiples e intercambiables: el culto de celebración de la Cuaresma tradicionalmente encenado en la España barroca, cuando, en medio a la oscuridad de los templos católicos, cuyos vitrales eran recubiertos con paños negros, se destacaba el altar como centro iluminado por un único foco de luz, irradiador de la verdad de la resurrección de Cristo; el episodio de la vida de los coras mexicanos narrado por Fuentes en uno de sus ensayos, indígenas recriminados por la Iglesia misionera por su osadía al interpretar eróticamente la Pasión de aquél que se les habían presentado como el el dios del amor, entregándose a los placeres de la carne delante de la agonizante imagen del Crucificado; la doctrina de las sectas gnósticas, especialmente el sacramento valentiniano según el cual se realiza, en el interior de una cámara nupcial, el casamiento celestial de Christos, el escogido (pero no Jesús), con Pistis Sophia, restableciéndose así la unidad entre el espíritu y la materia: "[...] deja que la simiente de la luz baje a tu cámara nupcial, recibe al novio, abre espacio para él y abre tus brazos para abrazarle. Observa cómo la gracia bajó sobre ti" (Seligman, 1979, p. 91. Trad. mía). Sophía significa "saber", "ciencia", "prudencia" y también "astucia". Recordemos la metamorfosis de Aura en una coneja -animal doméstico de las diosas lunares del México prehispánico- de nombre Saga, antigua designación para Maga y Sabia.
Bajo los ojos del Cristo Negro, la comunión erótica de Aura y Felipe transforma el simbolismo místico en manifestación concreta y simultánea de esos espacios de representación trastrocados, para inmediatamente simbolizarlos, una vez más, en nuevos significados. La dualidad se hace presente en todos los actos que acompañan este ritual de transformación, donde se mezclan y se confunden elementos mágicos y eucarísticos: el lavapies representa un acto religioso de humildad, pero también un acto cósmico de purificación; la harina usada en la confección de la muñequita y rociada por las hechiceras durante la realización de sus ceremonias mágicas posee los mismos poderes del pan de las oblaciones (Antiguo Testamento) y de la hostia consagrada para la comunión con Cristo, cuyo fraccionamiento simboliza la separación del cuerpo y del alma de Jesús. Componiendo la unidad mística entre las partes integrantes de la acción sacrificial, Aura se ofrece como dádiva, convirtiéndose a la vez en sacrificador y criatura sacrificada (Jung, 1985, p. 56).
[Aura] Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quebra sobre los muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas; te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad; caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar. (A, p. 150)
Momento de alta tensión simbólica, esta unión erótica instaura la equivalencia entre la consagración de la revelatio divina y la profanación de la epiphanéia diabólica, definiendo, así, el destino de los personajes. Al repetir la simbología abstracta del rito litúrgico, Aura-Consuelo se someten una vez más a la censura y punición de los dogmas que las desgarraron de su dimensión mágica, echándolas al margen de la sociedad y la cultura. Por intermedio de los símbolos de una nueva Pasión, Aura-Consuelo buscan entonces reverter el estigma de su decadencia y de la condena rompiendo la cronología eucarística, que enfatiza la historicidad profana de Cristo, a fin de rescatar un orden ritual mítico cuyo tiempo, ontológico por excelencia, manifiesta lo sagrado en su carácter reversible y perpetuamente recuperable. Para alcanzar la plenitud de verse completado por una identidad inconscientemente ansiada, Felipe es llevado a vivir en este exacto momento, preso al terror de la pesadilla de imágenes yuxtapuestas, la transfiguración imputada a su compañera. Delante del Cristo Negro, ama a una mujer de cuarenta, de verdes ojos endurecidos por el tiempo, figura que señala la transformación de la hechicera Aura, cuyo cuerpo de "niña" había retenido antes entre las manos durante el primer enlace amoroso, en la bruja Consuelo, la vieja de "rostro desgajado, compuesto de capas de cebolla, pálido, seco y arrugado como ciruela cocida", a quien, al final de la obra, Felipe reconoce y acepta en la inminencia de una nueva e inevitable unión, a lo más sugerida.
Montero transpone, por fin, los límites de su estoicismo machista, ofreciéndose también él en sacrificio. A través del trabajo de ordenación y transcripción de los manuscritos de Llorente, sacados del arca vieja e infestada de ratas tras cada indicación de la anciana, descubre que el general, en la autosuficiencia de su gloria apolínea, desaprueba la efusión erótica y la obsesión por la fetilidad que contagian a su joven esposa, viéndolas no como aspectos positivos, vigorizadores, sino como principio de profanación:
"Consuelo, no tientes a Dios. Debemos conformarnos. ¿No te basta mi cariño? Yo sé que me amas; lo siento. No te pido conformidad, porque ello sería ofenderte. Te pido, tan sólo, que veas en ese gran amor que dices tenerme algo suficiente, algo que pueda llenarnos a los dos sin necesidad de recurrir a la imaginación enfermiza..."[...]
No habrá más. Allí terminan las memorias del general Llorente: Consuelo, le démon asussi était un ange, avant... (A, p. 156)
El pragmatismo de Felipe le hace ver con restricciones los manuscritos del fallecido general. Mas, a la medida que el joven historiador se deja seducir por el discurso del recuerdo y del deseo, su pragmatismo abre paso a la aceptación de otra vida:
Pegas esas fotografías a tus ojos, las levantas hacia el tragaluz: tapas con una mano la barba del general Llorente, lo imaginas con el pelo negro y siempre te encuentras, borrado, perdido, olvidado, pero tú, tú, tú [...]
[...] Escondes la cara en la almohada, tratando de impedir que el aire te arranque las facciones que son tuyas, que quieres para ti. Permaneces con la cara hundida en la almohada, con los ojos abiertos detrás de la almohada, esperando lo que ha de venir, lo que no podrás impedir. (A, p. 157)
Montero es "el escogido" porque detiene el conocimiento que necesita la vieja señora para la consecución de sus planes, es decir, domina el discurso historiográfico de la Conquista, testimonio de la subyugación social y religiosa, pero también, simultáneamente, expresión de un estado de ensueño imaginativo (Caro Baroja, 1986, p. 67), en en cual se interpolan y confunden todos los niveles de percepción de la realidad, los mismos que el joven experimenta a lo largo de su trayecto ritual y que están representados en las alternancias de los espacios. Felipe ocupa inicialmente el cuarto de Llorente en el piso superior, decorado con los colores mexicanos y al estilo del Segundo Imperio (paredes revestidas de papel oro y oliva; sillón de terciopelo rojo), único ambiente de contornos visualmente definidos, fijados por la luz exterior que avanza a través del amplio tragaluz, símbolo de la ordenación del caos por la razón. Baja después, cruzando el salón gótico. Es en este espacio figurativo trascendental y metafísico, determinado por la luz colorida y cambiante que transmite una sensación de fugacidad, de ingravidez (levedad, fluctuación; cfr. Nieto Alcaide, 1985), contraria a toda fijación de una realidad estable y material, que Felipe descubre por primera vez un placer inimaginable bajo el efecto del "mareo" producido por el rubro vino y por los ojos de Aura:
Tú tomas el lugar de Aura [en la silla gótica], estiras las piernas, enciendes un cigarrillo, invadido por un placer que jamás has conocido, que sabías parte de ti, pero que sólo ahora experimentas plenamente, liberándolo, arrojándolo fuera, porque sabes que esta vez encontrarás respuesta... (A, p. 135)
La inmersión en las tinieblas del patio inferior, que se rompen por instantes a la luz débil de un fósforo (frágil centella de la percepción racional), complementa ese estado de inmaterialidad: "[...] terminar de reconocer las flores, los frutos, los tallos que recuerdas mencionados en crónicas viejas; las hierbas olvidadas que crecen olorosas, adormiladas [...]" (A, p. 148). Desde ahí regresa Felipe al piso central donde se ubica el cuarto de Consuelo - espacio figurativo desmaterializado en una dimensión irreal- y el de Aura - representación agónica del juego pictórico barroco. En esas cámaras intermedias y casi secretas, que varios índices indican tratarse de una única pieza duplicada por la exacerbación imaginativa de Felipe, se renueva este simbolismo cromático - claro/oscuro- revelador de la irrupción liberadora del inconsciente, genuíno lugar de origen y formación de la conciencia plena.
El lecho de "migajas y edredones" de Consuelo se confunde con las migajas de la "oblea" que se esparcen por entre los muslos de Aura. Las polaridades del simbolismo cromático son igualmente índices significativos. En el cuarto de Consuelo, Felipe se da cuenta de que sólo el punto negro de la pupila de la anciana rompe la claridad de sus ojos líquidos e inmensos, "casi del color de la córnea amarillenta que los rodea" y tan ofuscadores cuanto el brillo "de la corona parpadeante de objetos religiosos". Aura posee, a su vez, "ojos de mar que fluyen", los cuales busca mantener cerrados en la presencia de Consuelo "como si temiera los fulgores de la recámara". En la habitación de la joven, imagen invertida del cuarto de la viuda Llorente, la comunión erótica con Felipe sucede justamente bajo un único punto de luz envuelto por la oscuridad. Al amarillo de los ojos de la viuda Llorente y a la verde mirada de Aura se conjuga el rosa de las pupilas de Saga, variación del rojo que, con el oliva (= verde) y el dorado (= amarillo), compone la patriótica decoración del antiguo cuarto del general cedido al historiador. La sustitución del "viejo grabado" por el Cristo Negro se encarga de completar la dualidad de este simbolismo.
Entre las manos de Montero los papeles amarillentos y disgregados de Llorente se transforman entonces en el "polvo sin cuerpo" de la Historia que le impulsan a imaginar las falsas medidas de "un tiempo acordado a la vanidad humana". Cuerpo de Aura y Consuelo, en cuya transfiguración se revela el fin de una edad mítica, suplantada por los malogrados ideales de un México utópico, nacidos antes mismo de la Conquista y de nuevo proyectados, en vano, en el sueño romántico y fugaz de Maximiliano. Dejando de posicionarse como mero lector del pasado, Felipe pasa a emprender la práctica historiográfica como un renovable y constante movimiento de aproximación a la Muerte, ni Paraíso ni tumba, sólo la misma existencia, soñada, comunión primitiva con el tiempo pretérito que permite el intercambio de signos de vida (Barthes, 1988, p. 93). Cumpliendo de esta forma la función del historiador-sacerdote concebida por Michelet, Felipe Montero asume una práctica que no es propiamente de orden intelectual, sino de orden social y sagrada: se trata, como en la fórmula de Sófocles, no tanto de velar por la memoria de los muertos, y sí completar, mediante una acción mágica, lo que su vida tiene de absurda y mutilada (Barthes, p. 92).
Pero es la mujer quien, en su realeza sacra - afirma Michelet- , detiene verdaderamente el lenguaje mágico capaz de salvar al hombre y la Historia en los momentos fatales en que éstos se atrofian y debilitan bajo el yugo del poder. Sólo la mujer puede garantizar el relieve de la Historia desfalleciente y restituir al hombre su tiempo circular original. En tanto conocimiento superior, religión e iniciación. Aura-Consuelo le revelan a Felipe el estatuto femenino de su quehacer histórico, completando, así, el sentido cifrado en el epígrafe de la obra. Del enlace erótico de esos cuerpos renace la Historia como acto -en el sentido genésico de la palabra- de penetración, lucha amorosa cuyo objetivo último es conceder a sus contendores la plenitud en el presente a partir de la sobrevida que les reserva el pasado.
Con un lenguaje singular y pujante intertextualidad, cuya inevitable presencia en la obra se debe, según el autor, a una frase de Paul Éluard (poeta del amor y de la Mujer) súbitamente rememorada durante la conversación con Buñuel - "La poésie ne se fera chair et sang qu’a partir du moment ou elle será réciproque"-, en su quinto libro Fuentes actualiza su mitología femenina para descubrir, una vez más,la Historia en crisis.
Narrativa gótica bajo el signo del suprarreal barroquismo mexicano, a la luz de lo insólito moderno Aura pretende rescatar todas las posibilidades de lo imaginario a fin de reinventar lo maravilloso, en el cotidiano, como instrumento de conocimiento y conquista. Escrita con el lenguaje del deseo, esa nueva Historia se convierte en la fuerza genésica que restaura las palabras y purifica a los hombres, devolviéndoles el sentido de la realidad.
Del interior de una modernidade sofocante, Aura surge, entonces, como discurso mágico-mítico de la seducción: hechiza a Felipe Montero y al lector para redescubrir, afirma Fuentes, lo que fue olvidado, los motivos del origen y de la unidad (Fuentes, 1978, p. 12).
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