Vuelos de lógica interpretativa en mi época de alumna del curso de Filosofía, en el IFCS-UFRJ (años '90). Añoranzas que perduran. A mediados de los años '90, se publicó en versión ampliada en Monografías.com (Argentina), aqui reproducida con los caracteres griegos restaurados.
por
Maria A. Silva
MΥΘΟΣ (MYTHOS): DISCURSO, TRADICIÓN Y VERDAD
Desde el punto de vista antropológico, el mito es una historia sagrada que relata cómo, gracias a los hechos de seres sobrenaturales, una realidad primordial pasó a existir, ya en su totalidad (el Cosmos) o de forma fragmentada (una raza, sociedad, institución o un hábito) (Eliade, 1986). Como historia sagrada, porque se refiere a la creación de realidades que se convirtieron en modelo ejemplar para las actividades y el comportamiento humanos, el mito se nos presenta siempre como una narración verdadera, la cual, vinculada con los ritos, se manifiesta en tiempo y espacio propios, oponiéndose por eso a las falsas historias comunes que se pueden contar en cualquier ocasión y lugar (Eliade, 1986).
Para los griegos, sin embargo, vivir un mito no siempre implicó necesariamente una experiencia religiosa capaz de insertarles en un “tiempo fuerte” primordial, donde todo sucedió por primera vez y, por ello mismo, distinto de la experiencia vulgar de la vida cotidiana. Según Cornford (1981), las narrativas míticas de la Grecia arcaica tenían, en su mayoría, fundamento etiológico, es decir, proyectaron secundariamente los ritos de finalidad práctica hacia el plano divino, a fin de justificar, mediante un precedente imaginario, ceremonias que en épocas más civilizadas despertarían horror y repugnancia, como la castración, referente a los δρόμενα, ritos agrarios de fertilidad. En esta etapa, cuando las prácticas religiosas no era controladas por dogma o teología organizada, el mito era menos un discurso revelador de una experiencia que una narrativa cuya función básica es explicar una sacralidad impulsada por acciones humanas y condicionada a la rutina.
Manifestando, por otro lado, una concepción del universo más bien evolutiva que creadora (cosmogónica), bajo la forma poética y épica el mito griego relató las generalogías de dioses y semidioses (héroes), quienes, nacidos de y sobre la Tierra, siguieron habitando en ella, muy cerca de la pobre raza humana, entremetiéndose en sus pensamientos, asumiendo su forma, dominando su voz y voluntad. Aunque descritos como αθανατοι (inmortales), αειγεννηται (nacidos para siempre) y diferenciados de los mortales a causa de la fuerza vital, la δύναμις poderosa e inquebrantable, los grandes Olímpicos de Homero, por ejemplo, son sensibles al sufrimiento físico y a las pasiones que inquietan a los humanos (Sissa & Detiènne, 1989).
Desde el punto de vista histórico, Paul Veyne señala la singularidad de este fenómeno: entre los griegos, el mito es esencialmente información, conocimiento que se forja con base en noticias de acontecimientos, recogidas y reordenadas. Son las Musas, informadoras encartadas, quienes conceden a los poetas el conocimiento de lo que "se sabe y se dice" (Veyne, 1987). Pero, aunque transmitido a los poetas mediante intervención divina, ese material mítico no llega a constituir una revelación análoga a la poesía de los oráculos, ya que también las Musas no "hacen más que repetirles lo que se sabe" y que se encuentra, como un "recurso natural", disponible para todos (Veyne, 1987). Compuestas a partir de acontecimientos y no de "verdades absolutas a las que el oyente pudiera oponer su propia razón" —añade Veyne—, por lo general las narrativas mítico-mitológicas griegas permitían, con su previsible composición estructural, que se distinguiera la fabulación artística de su plausible núcleo histórico. Y según Veyne, si este estado de cosas cambió, no fue gracias al descubrimiento de la razón o la invención de la democracia, fue porque el campo del saber se alteró y ensanchó "por la formación de nuevos poderes de afirmación (la investigación histórica, la física especulativa) que rivalizaban con el mito", y que, al contrario de éste, "proponían expresamente la alternativa de lo verdadero y lo falso" (Veyne, 1987, p. 37. Trad. mía)
TEOGONÍA / TEOLOGÍA: ΛΟΓΌΣ (LOGOS) MÍTICO Y LOS DOMINIOS DEL SABER
A pesar de la reflexión crítica de los primeros pensadores, el mito griego integró de manera decisiva el discurso inaugural de la filosofía. Esto porque, en una etapa incial del pensamiento filosófico, las dudas y cuestiones suscitadas por los problemas referentes a la naturaleza instaban por una revisión de las grandes teogonías poéticas, de las cuales —ya por entonces examinadas a la luz de una nueva teología emergente— sobresalían nociones más adecuadas a la construcción racional de una teoría cosmogónica primitiva. Es lo que se puede identificar en el pensamiento de Tales, quien, a partir de las cosmogonías orientales, abstrae del Ὠκεανός mitológico el elemento αρχή, el agua, configurador del mundo, en el cual todo se anima bajo el influjo de cierta forma de ψυχή inmortal. Idéntica orientación se encuentra en el concepto τὸ απειρον ("lo ilimitado") de Anaximandro, causa universal de la que se engendran todas las cosas; en la noción de pneuma (αηρ-αὶθήρ, aliento, motor del universo) de Anaxímenes o en la unidad esencial de los contrarios defendida por Heráclito.
Cornford (1981) asevera que los estudios de "física" esbozados por los filósofos jónicos poco tienen que ver con lo que actualmente denominamos ciencia, pues no se fundamentan sobre bases experimentales: serían en verdad frutos de la observación directa de la naturaleza, que transporta al discurso filosófico, bajo una forma laicizada y un plano de pensamiento más bien abstracto, el sistema de representación de las cosmogonías políticas. Desprovistas de su estatuto mitológico, las consagradas divinidades individuales se convierten en fuerzas motoras activas, animadas e imperecederas; sin embargo, aún se las concibe como divinas. Por eso Jean-Pierre Vernant reconoce en el pensamiento de los "filósofos de la naturaleza" la misma dualidad del discurso mítico:
“[...] jugando sobre dos planos, el pensamiento aprehende el mismo fenómeno — por ejemplo, la separación de la tierra y de las aguas— simultáneamente como hecho natural en el mundo visible y como generación divina en el tiempo primordial. [...] Los elementos de los Milesios no son personajes míticos como Γαια, pero no son, tampoco, realidades concretas como la tierra. Son, a la vez, ‘fuerzas’ eternamente activas, divinas y naturales.” (Vernant, 1988, p. 380. Trad. mía)
A pesar de la reflexión crítica de los primeros pensadores, el mito griego integró de manera decisiva el discurso inaugural de la filosofía. Esto porque, en una etapa incial del pensamiento filosófico, las dudas y cuestiones suscitadas por los problemas referentes a la naturaleza instaban por una revisión de las grandes teogonías poéticas, de las cuales —ya por entonces examinadas a la luz de una nueva teología emergente— sobresalían nociones más adecuadas a la construcción racional de una teoría cosmogónica primitiva. Es lo que se puede identificar en el pensamiento de Tales, quien, a partir de las cosmogonías orientales, abstrae del Ὠκεανός mitológico el elemento αρχή, el agua, configurador del mundo, en el cual todo se anima bajo el influjo de cierta forma de ψυχή inmortal. Idéntica orientación se encuentra en el concepto τὸ απειρον ("lo ilimitado") de Anaximandro, causa universal de la que se engendran todas las cosas; en la noción de pneuma (αηρ-αὶθήρ, aliento, motor del universo) de Anaxímenes o en la unidad esencial de los contrarios defendida por Heráclito.
Cornford (1981) asevera que los estudios de "física" esbozados por los filósofos jónicos poco tienen que ver con lo que actualmente denominamos ciencia, pues no se fundamentan sobre bases experimentales: serían en verdad frutos de la observación directa de la naturaleza, que transporta al discurso filosófico, bajo una forma laicizada y un plano de pensamiento más bien abstracto, el sistema de representación de las cosmogonías políticas. Desprovistas de su estatuto mitológico, las consagradas divinidades individuales se convierten en fuerzas motoras activas, animadas e imperecederas; sin embargo, aún se las concibe como divinas. Por eso Jean-Pierre Vernant reconoce en el pensamiento de los "filósofos de la naturaleza" la misma dualidad del discurso mítico:
“[...] jugando sobre dos planos, el pensamiento aprehende el mismo fenómeno — por ejemplo, la separación de la tierra y de las aguas— simultáneamente como hecho natural en el mundo visible y como generación divina en el tiempo primordial. [...] Los elementos de los Milesios no son personajes míticos como Γαια, pero no son, tampoco, realidades concretas como la tierra. Son, a la vez, ‘fuerzas’ eternamente activas, divinas y naturales.” (Vernant, 1988, p. 380. Trad. mía)
"La innovación mental significativa", concluye Vernant, "consiste en que estas fuerzas son estrictamente delimitadas y abstractamente concebidas" (1981, p. 381), haciendo que la cosmogonía pase a cosmología y que a ésta, por fin, se le cambie no solamente su lenguaje como también, y ante todo, su contenido: en vez de narrar los nacimientos sucesivos de los dioses creadores, pasa a definir los principios primevos y constitutivos del ser, transformándose consecuentemente en un sistema que expone la estructura profunda de lo real. Otros presocráticos, como Demórito y Xenófanes, se dedicaron al análisis de la validez del λόγος mítico en tanto expresión de posibilidades cognoscitivas. Aunque orientado por una tendencia menos dogmática que la de sus predecesores jónicos, el filósofo de Cólofon, por ejemplo, centra su crítica destructiva en las fabulaciones míticas de la poesía, especialmente las homéricas, como punto de partida para la investigación acerca del problema de las limitaciones del conocimiento humano. Al parecer, fue Xenófanes el primer filósofo a relativizar el poder informativo del mito griego, poniendo énfasis en su condición de relato "semejante a la verdad". Bajo la apariencia de la opinión forjada se esconde la instabilidad del saber.
No obstante, como han señalado Kirk y Raven (1982), es imposible desconsiderar el hecho de que los grandes mitos griegos, tal como los concibieron Homero, Hesíodo y las cosmogonías órficas, son ya una forma empírica y no-simbólica de pensamiento, a partir del cual determinados conceptos, pese a su expresión más bien mitológica que racionalista, se nos presentan como significativos preludios de las primeras tentativas verdaderamente racionales de explicar el mundo. Hay que recordar, aquí, las palabras de Werner Jaeger, para quien la obra homérica fue "inspirada, en su totalidad, por un ‘pensamiento filosófico’ relativo a la naturaleza humana y a las leyes que gobiernan el mundo" (Jaeger, 1989, p. 53. Trad. mía). Según Jaeger, en Homero el conocimiento particular está contemplado a la luz del conocimiento general de la esencia de las cosas, tendencia ésta que, dentro de la tradición de la poesía gnómica, lleva al poeta a "evaluar todo lo que sucede por las normas más elevadas y a partir de premisas universales [...]" (Jaeger, p. 53. Trad. mía). No se puede olvidar, tampoco, de que en la poesía homérica el mito posee significación universal por manifestarse sobre todo como instancia normativa, de función social y educadora: mediante la creación de situaciones imaginarias, los mitos homéricos "simulan" momentos de la vida en los cuales puede el hombre ubicarse frente al otro "para aconsejarle, advertirle, exhortarle y prohibirle u ordenarle cualquier cosa" (Cfr. Jaeger, p. 47).
Le tocó a Hesiodo expresar de forma más filosófica, en poesía, el tránsito de la idea griega de una naturaleza física y divina a la idea de una naturaleza humana convertida en objeto de meditación de la sabiduría. Al mismo tiempo en que registra mitos ignorados o apenas esbozados por Homero (como aquellos asociados al elemento nocturno, a lo ctónico y a las figuras de Prometeo y Dionisos), Hesiodo los sistematiza en conformidad con los objetivos de su mensaje poético, introduciendo un principio mucho más racional en esta nueva creación del pensamiento mítico. De forma análoga a las composiciones homéricas, el mito hesiódico mantiene una función normativa, pero se somete plenamente a la conciencia de la individualidad del poeta. También el elogio de la justicia —base conceptual de la Θεογονία (Teogonía) y, sobre todo, de los Ἔργα καὶ ᾑμεραι (Los trabajos y los días)— proviene, según Jaeger, de las fuentes homéricas y presupone las relaciones urbanas y el avanzado desarrollo espiritual de la Jonia. "Pero estos indicios aislados de una concepción ética de los dioses" presentes en Homero, concluye Jaeger, "están muy lejos de la pasión religiosa de Hesiodo, el profeta del derecho" (Jaeger, 1989). En la obra hesiódica, contra la ἔρις (disputa, rivalidad) disociadora cultivada por los nobles (gobernantes y clase militar) se opone ἀρετή, la fuerza, la excelencia del trabajo diario del hombre común. En los Ἔργα καὶ ᾑμεραι, es δίκη —el derecho, la justicia o, mejor dicho, "el derecho a la justicia"— el eje conceptual que encierra el conocimiento de la verdad, la cual sólo una ética consistente e igualitaria puede proporcionar.
La gran diferencia entre la "filosofía" hesiódica y su precedente homérico radica, además, en el hecho de que tanto en los Ἔργα… como en la Θεογονία la cuestión mítica de la ἔρις se traslada del mero nivel de las acciones al nivel de las palabras, consideradas no solamente como vehículo de transmisión de un conocimiento colectivo y unificador, sino en tanto instrumento dinámico de una forma individual de sabiduría nacida del razonamiento inteligente. Confiérase, por ejemplo, la importancia que le atribuye Hesiodo a Atenea, la diosa nacida de la cabeza de Zeus y que encarna la "razón autónoma". Los versos 293 y 294 de los Ἔργα καὶ ᾑμεραι sintetizan los fundamentos filosóficos de la obra hesiódica: “Hombre excelente es quien por sí mismo todo piensa, reflexionando sobre lo que entonces y hasta el fin sea lo mejor”. (Hesíodo, 1991, p. 44-5)
Este rudimento filosófico de la obra de Hesíodo reaparece, entre los presocráticos, justamente en el pensamiento de Xenófanes, el "destructor de mitologías", hecho que acentúa más aún su singularidad:
Fr. 18, Estobeu, Anth., I, 8, 2
No fue desde el inicio que los dioses
lo revelaron todo a los mortales: pero, investigando
ellos mismos [los mortales], con el tiempo descubren lo que es mejor.
(Les présocratiques, 1988, p. 119)
PLATÓN: DEL CONOCIMIENTO AGÓNICO AL CONOCIMIENTO DIALÉCTICO
El lugar del mito
En el capítulo VII de su libro Los griegos y lo irracional, E. R. Dodds (1988) resalta algunos aspectos realmente importantes para la comprensión del pensamiento filosófico de Platón: todos sus escritos pertenecen probablemente al siglo IV a.C., pero tanto su personalidad como su perspectiva se moldearon en el siglo V, manteniendo sus primeros diálogos el vigor de un mundo social desaparecido. Estos factores hacen que Dodds identifique, en la filosofía platónica, algo de orgánico: aunque no haya alcanzado una forma completamente madura, se desarrolló y cambió obedeciendo a su ley interior de crecimiento, sin dejar nunca de responder a estímulos externos provenientes, en su mayoría, del Conglomerado, término al que se puede definir, grosso modo, como el conjunto de elementos referentes a lo irracional culturalmente heredados, y que se formó entre los griegos sobre todo a partir de las grandes creencias de fundamento mítico-mitológico (Dodds, 1988).
Qué importancia confirió Platón a la influencia de los factores irracionales en el comportamiento humano y cómo los interpretaba son los interrogantes que se plantea Dodds y que nos llevan inevitablemente a otras dos preguntas indirectamente esbozadas, aunque no de todo exploradas, por el autor: ¿hasta qué punto los elementos del Conglomerado integran, de hecho, el discurso platónico y cuál su verdadera función? Las respuestas a estas dos cuestiones dependen de un abordaje que considere el posicionamiento de Platón frente a la herencia cultural en dos aspectos fundamentales: por un lado, su crítica directa a las fabulaciones mítico-mitológicas tanto de las teogonías poéticas como de los discursos sofísticos; por el otro, los modos de transposición del mito al discurso filosófico platónico, sea a través del rescate de su significado ontológico bajo la influencia pitagórica, o a través del préstamo de su armazón formal en tanto narrativa (μϋθευμα).
La actitud crítica de Platón frente a las concepciones mítico-mitológicas perpetuadas por el Conglomerado atraviesa la casi totalidad de sus textos en diferentes grados de intensidad, manifestándose de forma directa (citas y comentarios) o indirecta (alusiones), según la estructura y meta establecidas para cada diálogo. En el Crátilo, por ejemplo, el ejercicio filológico entablado por Sócrates y Hermógenes —con base en la teoría del discípulo de Heráclito acerca de la exactitud de las palabras— busca revelar cómo el discurso mítico-mitológico puede inducir al error (Platón, 1981, 424 e; 432 c – 440 e). Fingiendo aceptar la tesis sofística, defendida por Crátilo, según la cual la exactitud de los nombres estriba en la identidad entre palabra y cosa designada y no en una simple convención, Sócrates emprende una reveladora relectura onomástica, con la cual no sólo aclara los posibles orígenes de algunos de los principales términos griegos (cfr. los nombres de dioses y héroes, sometidos, con el paso del tiempo, a un hermoseamiento transfigurador), como también anticipa determinados conceptos que más tarde se convertirían en centros nodales de la filosofía platónica. La tentativa de recobrar el sentido original de las palabras, acercándolas a su significado transcendente, sin lugar a dudas prefigura la anamnesis filosófica sobre la que se erige la teoría platónica del conocimiento.
Aunque admita, en parte, el acierto de Hesiodo al considerarles genios —δαίμονες — a todos los hombres de bien que logran obtener, tras su muerte un elevado destino y grandes honras según su grado de sabiduría y prudencia, Sócrates no ahorra críticas a la mitología poética al recordar la fama de "oradores y hábiles formuladores de cuestiones" que se les otorgaba a los héroes gracias a la etimología de las antiguas palabras áticas έροταν ("preguntar") y εἰρειν ("decir"); fama que, en la sutil ironía de Sócrates, convierte a los héroes en una clase de retóricos y sofistas. En el Protágoras, Sócrates se vale precisamente de la parodia al tratar del mito de la distribución del pudor y de la justicia entre los hombres llevada a cabo por Zeus y Hermes (320 c), para así desmontar el aparatoso discurso sofístico y afirmar la posibilidad de enseñar la virtud. Y hasta en el Político, uno de sus últimos diálogos, reanuda Platón ese tono crítico al comentar, por la boca de Sócrates "el Joven", que la retórica es la "ciencia" cuya virtud consiste en "persuadir a las masas y multitudes contándoles mitos en lugar de instruirlas" (304 e).
Pero es en la La República que la crítica al Conglomerado se define e intensa. Al seguir el raciocinio de Sócrates, quien busca incesantemente definir la justicia y las consecuencias que ésta produce entre los hombres, Adimanto afirma que, hasta aquel momento, nadie había logrado probar de forma satisfactoria, ni en verso ni en prosa, "que la injusticia es el mayor de los males del alma y que, en cambio, la justicia, el mayor de los bienes" (Libro II, 366 a – 367 b). Formando un introito a la refutación socrática a partir de ejemplos tomados de Hesiodo y Homero, los argumentos de Adimanto plantean cuestiones acerca de la existencia misma de los dioses —muy poco preocupados por el destino humano— y la incongruente justicia divina.
El gran número de citas tomadas de la Ilíada y la Odisea confirman la oposición de Sócrates a la παιδεία homérica. Para él, las teomaquias o gigantomaquias que inventó Homero nos muestran dioses viles, encantadores que se manifiestan insidiosamente bajo engañosas formas con la única intención de satisfacer sus caprichos, no pocas veces mediante los más abyectos crímenes. Sócrates advierte el peligro de la enseñanza que tiene como respaldo esta visión distorcionada de la justicia y la virtud divinas, y que se limita a conceder a los hombres puros la previsión de una feliz y póstuma "embriaguez eterna" entre las sombras del Hades (Libro II, 363 c – 364 b).
Oriundos de la investigación dialéctica cuyo objetivo último es alcanzar la ἀλεθεια de los seres y las cosas, los conceptos socráticos de ἀρετή y δίκη se oponen a la conducta desenfrenada y sin recato de los dioses inventados en las fábulas de los "poetas embusteros". La rectitud y la credibilidad del dios único concebido por Sócrates —sencillo, verdadero y perfeto tanto en palabras como en actos (Libro II, 379 b-c; 383 b-c)— aseguran la templanza y el bienestar entre los hombres. A su imagen y semejanza deben forjarse los filósofos-guardianes de la ciudad ideal platónica. En la παιδεία socrática, las fabulaciones mítico-mitológicas difundidas por la poesía épica están reservadas para el momento en la educación de los jóvenes cuando las puedan reconocer como alegorías y no como verdades incuestionables. Poetas épicos, sofistas y profetas de la retórica son, en el Libro II de la República, los "inventores de fábulas" que se esconden bajo las máscaras de "divinidades liberadoras" (365 a – 366 a) y a quienes se debe vigiliar porque, a través de la persuasión o la fuerza, veneran todos ellos la tradición erística propiciadora del conocimiento agónico.
Mucho más significativa es la reescritura del mito en el razonamiento filosófico del mismo Platón. Pierre-Maxime Schuhl (1968) dividió en tres las categorías de fabulación platónica: mitos genéticos, alegóricos y paracientíficos. Entre los primeros se incluyen aquellos en los cuales los contenidos histórico-evolutivos pasan por la criba de las interpretaciones "científicas" (particularmente de la física natural y lasmatemáticas). El diálogo platónico más complejo en este estilo es el Timeo, en el cual la leyenda de Faeton narrada por Hesiodo, Ésquilo y Eurípedes se reconstruye a través de una perspectiva racional en conformidad con los conocimientos astronómicos de la época. Además del consagrado "mito de la cueva" que en la República ilustra la teoría platónica del conocimiento y la función social del filósofo, se clasifican como alegóricos el mito del Político; el de Theuth, presente en el Fedro y el mito referente a las figuras de Prometeo y Epimeteo del Protágoras. Vale la pena resaltar que, al igual que Hesiodo, Platón enfatiza la etimología de los nombres para identificar en estos personajes las dos principales formas del conocimiento humano: Προ-μεθευς, la sabiduría pre-vidente; Επι-μεθευς, la sabiduría experiente, es decir, que se adquiere a través de la experiencia. Coherente con los postulados de la teoría platónica del conocimiento, el habla de Sócrates señala la primacía de la pre-ciencia:“[...] me temo que, sin saberlo nosotros, tu Epimeteo nos haya inducido con frecuencia a error en nuestra investigación [...] Por lo que a mÍ me respecta, prefiero al Prometeo de tu mito más que a Epimeteo: yo tomo ejemplo de él y me entrego a estas investigaciones inspirándome, para toda mi conducta en la vida, en su previsión.” (Protágoras, 361 b, p. 195)
Qué importancia confirió Platón a la influencia de los factores irracionales en el comportamiento humano y cómo los interpretaba son los interrogantes que se plantea Dodds y que nos llevan inevitablemente a otras dos preguntas indirectamente esbozadas, aunque no de todo exploradas, por el autor: ¿hasta qué punto los elementos del Conglomerado integran, de hecho, el discurso platónico y cuál su verdadera función? Las respuestas a estas dos cuestiones dependen de un abordaje que considere el posicionamiento de Platón frente a la herencia cultural en dos aspectos fundamentales: por un lado, su crítica directa a las fabulaciones mítico-mitológicas tanto de las teogonías poéticas como de los discursos sofísticos; por el otro, los modos de transposición del mito al discurso filosófico platónico, sea a través del rescate de su significado ontológico bajo la influencia pitagórica, o a través del préstamo de su armazón formal en tanto narrativa (μϋθευμα).
La actitud crítica de Platón frente a las concepciones mítico-mitológicas perpetuadas por el Conglomerado atraviesa la casi totalidad de sus textos en diferentes grados de intensidad, manifestándose de forma directa (citas y comentarios) o indirecta (alusiones), según la estructura y meta establecidas para cada diálogo. En el Crátilo, por ejemplo, el ejercicio filológico entablado por Sócrates y Hermógenes —con base en la teoría del discípulo de Heráclito acerca de la exactitud de las palabras— busca revelar cómo el discurso mítico-mitológico puede inducir al error (Platón, 1981, 424 e; 432 c – 440 e). Fingiendo aceptar la tesis sofística, defendida por Crátilo, según la cual la exactitud de los nombres estriba en la identidad entre palabra y cosa designada y no en una simple convención, Sócrates emprende una reveladora relectura onomástica, con la cual no sólo aclara los posibles orígenes de algunos de los principales términos griegos (cfr. los nombres de dioses y héroes, sometidos, con el paso del tiempo, a un hermoseamiento transfigurador), como también anticipa determinados conceptos que más tarde se convertirían en centros nodales de la filosofía platónica. La tentativa de recobrar el sentido original de las palabras, acercándolas a su significado transcendente, sin lugar a dudas prefigura la anamnesis filosófica sobre la que se erige la teoría platónica del conocimiento.
Aunque admita, en parte, el acierto de Hesiodo al considerarles genios —δαίμονες — a todos los hombres de bien que logran obtener, tras su muerte un elevado destino y grandes honras según su grado de sabiduría y prudencia, Sócrates no ahorra críticas a la mitología poética al recordar la fama de "oradores y hábiles formuladores de cuestiones" que se les otorgaba a los héroes gracias a la etimología de las antiguas palabras áticas έροταν ("preguntar") y εἰρειν ("decir"); fama que, en la sutil ironía de Sócrates, convierte a los héroes en una clase de retóricos y sofistas. En el Protágoras, Sócrates se vale precisamente de la parodia al tratar del mito de la distribución del pudor y de la justicia entre los hombres llevada a cabo por Zeus y Hermes (320 c), para así desmontar el aparatoso discurso sofístico y afirmar la posibilidad de enseñar la virtud. Y hasta en el Político, uno de sus últimos diálogos, reanuda Platón ese tono crítico al comentar, por la boca de Sócrates "el Joven", que la retórica es la "ciencia" cuya virtud consiste en "persuadir a las masas y multitudes contándoles mitos en lugar de instruirlas" (304 e).
Pero es en la La República que la crítica al Conglomerado se define e intensa. Al seguir el raciocinio de Sócrates, quien busca incesantemente definir la justicia y las consecuencias que ésta produce entre los hombres, Adimanto afirma que, hasta aquel momento, nadie había logrado probar de forma satisfactoria, ni en verso ni en prosa, "que la injusticia es el mayor de los males del alma y que, en cambio, la justicia, el mayor de los bienes" (Libro II, 366 a – 367 b). Formando un introito a la refutación socrática a partir de ejemplos tomados de Hesiodo y Homero, los argumentos de Adimanto plantean cuestiones acerca de la existencia misma de los dioses —muy poco preocupados por el destino humano— y la incongruente justicia divina.
El gran número de citas tomadas de la Ilíada y la Odisea confirman la oposición de Sócrates a la παιδεία homérica. Para él, las teomaquias o gigantomaquias que inventó Homero nos muestran dioses viles, encantadores que se manifiestan insidiosamente bajo engañosas formas con la única intención de satisfacer sus caprichos, no pocas veces mediante los más abyectos crímenes. Sócrates advierte el peligro de la enseñanza que tiene como respaldo esta visión distorcionada de la justicia y la virtud divinas, y que se limita a conceder a los hombres puros la previsión de una feliz y póstuma "embriaguez eterna" entre las sombras del Hades (Libro II, 363 c – 364 b).
Oriundos de la investigación dialéctica cuyo objetivo último es alcanzar la ἀλεθεια de los seres y las cosas, los conceptos socráticos de ἀρετή y δίκη se oponen a la conducta desenfrenada y sin recato de los dioses inventados en las fábulas de los "poetas embusteros". La rectitud y la credibilidad del dios único concebido por Sócrates —sencillo, verdadero y perfeto tanto en palabras como en actos (Libro II, 379 b-c; 383 b-c)— aseguran la templanza y el bienestar entre los hombres. A su imagen y semejanza deben forjarse los filósofos-guardianes de la ciudad ideal platónica. En la παιδεία socrática, las fabulaciones mítico-mitológicas difundidas por la poesía épica están reservadas para el momento en la educación de los jóvenes cuando las puedan reconocer como alegorías y no como verdades incuestionables. Poetas épicos, sofistas y profetas de la retórica son, en el Libro II de la República, los "inventores de fábulas" que se esconden bajo las máscaras de "divinidades liberadoras" (365 a – 366 a) y a quienes se debe vigiliar porque, a través de la persuasión o la fuerza, veneran todos ellos la tradición erística propiciadora del conocimiento agónico.
Mucho más significativa es la reescritura del mito en el razonamiento filosófico del mismo Platón. Pierre-Maxime Schuhl (1968) dividió en tres las categorías de fabulación platónica: mitos genéticos, alegóricos y paracientíficos. Entre los primeros se incluyen aquellos en los cuales los contenidos histórico-evolutivos pasan por la criba de las interpretaciones "científicas" (particularmente de la física natural y lasmatemáticas). El diálogo platónico más complejo en este estilo es el Timeo, en el cual la leyenda de Faeton narrada por Hesiodo, Ésquilo y Eurípedes se reconstruye a través de una perspectiva racional en conformidad con los conocimientos astronómicos de la época. Además del consagrado "mito de la cueva" que en la República ilustra la teoría platónica del conocimiento y la función social del filósofo, se clasifican como alegóricos el mito del Político; el de Theuth, presente en el Fedro y el mito referente a las figuras de Prometeo y Epimeteo del Protágoras. Vale la pena resaltar que, al igual que Hesiodo, Platón enfatiza la etimología de los nombres para identificar en estos personajes las dos principales formas del conocimiento humano: Προ-μεθευς, la sabiduría pre-vidente; Επι-μεθευς, la sabiduría experiente, es decir, que se adquiere a través de la experiencia. Coherente con los postulados de la teoría platónica del conocimiento, el habla de Sócrates señala la primacía de la pre-ciencia:“[...] me temo que, sin saberlo nosotros, tu Epimeteo nos haya inducido con frecuencia a error en nuestra investigación [...] Por lo que a mÍ me respecta, prefiero al Prometeo de tu mito más que a Epimeteo: yo tomo ejemplo de él y me entrego a estas investigaciones inspirándome, para toda mi conducta en la vida, en su previsión.” (Protágoras, 361 b, p. 195)
Bajo la designación de mitos paracientíficos se agrupan todas las fabulaciones platónicas que atañen, por un lado, a la teoría de la naturaleza y, por otro, a la teoría del alma y la escatología. Ahí podemos incluir, en primer plano, el Fedón, diálogo de despedida de Sócrates que antecede el cumplimiento de su sentencia de muerte. Incorporando las creencias órficas —que veían al cuerpo como cárcel y posesión de los dioses— y la reflexión pitagórica, Platón orienta sus proposiciones filosóficas hacia el concepto de "ejercicio de muerte" —la ἀσκησις, "ascesis", término igualmente empleado para designar el ejercicio práctico y sistemático de los antiguos atletas—, emprendido a partir del rechazo de los placeres del cuerpo en busca de la conciliación del yo y el alma. La única realidad plena es la que se revela en la muerte y después de ella, creencia que transforma la vida en acto continuo de preparación y purificación. A lo que parece, las relaciones entre la filosofía y el discurso religioso de los misterios constituyen el gran núcleo de esta categoría de fabulación platónica. Se destaca el Fedro, diálogo en el cual Platón reconoce la "locura divina" del culto délfico como origen da la sabiduría filosófica. También el El Banquete la locura divina penetra la palabra humana. El Ἔρος mitológico, hijo de Φανές (de φαίνο, “hacer que aparezca”, “llevar la luz”, porque, radiante, hace surgir todas las cosas mostrándose él mismo) y de Νϋξ (la Noche), deja como legado al Ἔρος filosófico la dualidad de su constitución primordial. Señalando la influencia del pensamiento pitagórico, Ἔρος asume el estatuto demoníaco: como δαίμον, que rige "el arte adivinatorio en su totalidad y el arte de los sacerdotes relativa a los sacrificios, a las iniciaciones, a los encantos, a la mántica toda y a la magia" (El Banquete, 202 a, p. 584), con su polivalencia se convierte en intermediario entre dioses y humanos, rellenando "el hueco, de manera que el Todo quede ligado consigo mismo." (202 a). Agente de la iniciación erótica, que actúa primeramente como deseo dominador para luego transformarse en desprendimiento purificador al sustituir la primacía del σώμα por la de ψϋχή, el Ἔρος- δαίμον platónico es un movimiento hacia lo Bello, identificándose con el genui filosófico en su búsqueda de lo Absoluto.
La construcción dialéctica
La construcción dialéctica
Antes de asumir su forma más completa en La República, la teoría del conocimiento recorrió otros diálogos platónicos, como el Hipias Mayor, el Protágoras o el Crátilo. Es en el Menón, sin embargo, que podemos identificar el mejor esbozo de la teoría de las Ideas.
Acompañando el pensamiento pitagórico sobre el alma inmortal varias veces renacida y que guarda los recuerdos del conocimiento pasado, el discurso de Sócrates nos revela el mundo de las reminiscencias, el cual la anamnesis filosófica, a través de la investigación y del amor al saber, debe rescatar. Según Sócrates, la sabiduría no se obtiene en un momento determinado porque cada individuo la ha poseído siempre, debiendo pues reencontrarla en sí mismo mediante la rememoración. No se trata de la rememoración de acontecimientos, sino de verdades en correspondencia con las estructuras de lo real. Estas consideraciones suscitan por primera vez, en los diálogos platónicos, la diferenciación entre opinión y ciencia en sus grados de relación con la verdad, configurándose así, parcialmente, la división de los niveles de adquisición (recuperación) del conocimiento que se establece, en el Libro VI de La República, con la ilustración de la línea dividida.1
Ya en el Menón la opinión verdadera pertenece al nivel del mundo visible y no al mundo inteligible, no constituyéndose, por lo tanto, como ciencia porque en ella no interviene lainteligencia. No logra fijarse en el alma por mucho tiempo, salvo cuando atada por un razonamiento de causalidad (98 a,b). Sócrates cita el ejemplo de los poetas y adivinos, que dicen verdades sin el conocimiento de lo que hablan. Pero, lo mismo que la virtud, la opinión verdadera tiene el privilegio de la razón, siendo un "buen guía para la exactitud de las acciones" (97 d). En cuanto a la ciencia, Sócrates se limita a definirla como la opinión verdadera que se vuelve estable por la influencia de la facultad reflexiva.
La división del conocimiento
en grados que se distribuyen entre el mundo visible y el inteligible comienza a
cobrar forma definitiva en el Libro V de La
República, cuando Platón discurre con Adimanto sobre la diferencia
sustancial que separa una idea en sí misma de las manifestaciones de esa idea
bajo múltiples formas. Platón retoma el argumento que había norteado
anteriormente la discusión entre Sócrates e Hipias acerca de lo Bello: sólo
quien considere las ideas —lo bello, lo bueno, lo malo, lo justo, lo injusto—
en sí mismas y no las cosas —bellas, buenas, malas, etc.— podrá contemplar el
verdadero conocimiento sin dejarse engañar por la opinión inconstante. Al
definir, en el Libro V, los objetos de la opinión y la ciencia, Platón nos
ofrece un primer nivel de interpretación de la línea dividida, la cual
intentaré comentar con base en el esquema anejo.2
Decía arriba que, en el Menón, Sócrates establece los dos niveles que vendrían a conformar la teoría platónica del conocimiento: el mundo visible, dominado por la opinión oscilante; el mundo inteligible, al que se puede acceder mediante el ejercicio de la inteligencia. Platón sobrepasa las definiciones socráticas al delimitar los campos de actuación de cada uno de esos niveles. Si opinión y ciencia difieren, es porque deben de tener, cada una, su propia potencia y, por consiguiente, su propio objeto, hacia el cual esa potencia se orienta siguiendo una tendencia natural (La República, Libro V, 477 a,b). Debido a su carácter vulnerable, el objeto de la opinión transita entre el ser y el no-ser, instaurando, en compensación, una relación de conocimiento hipotético que ocupa, para Platón, un lugar intermedio entre la total ignorancia y el conocimiento inteligible. En el nivel más bajo del mundo visible, el de mayor obscurecimento y, por lo tanto, donde el conocimiento tiene su mayor grado de incertidumbre e inexactitud, a la conjetura (potencia) corresponden las imágenes (objeto); en el nivel superior del mundo de la opinión, donde el simulacro engendra formas menos inestables, los seres y el arte son los objetos de la creencia (potencia). Percibimos, pues, que en la línea dividida las relaciones entre los niveles se establecen en dos movimentos básicos: el uno horizontal, señalando la relación entre potencia-objeto; el otro vertical, indicando, en el caso del mundo visible, los grados de ambigüedad de la percepción conjetural (Libro V, 479 c).
Decía arriba que, en el Menón, Sócrates establece los dos niveles que vendrían a conformar la teoría platónica del conocimiento: el mundo visible, dominado por la opinión oscilante; el mundo inteligible, al que se puede acceder mediante el ejercicio de la inteligencia. Platón sobrepasa las definiciones socráticas al delimitar los campos de actuación de cada uno de esos niveles. Si opinión y ciencia difieren, es porque deben de tener, cada una, su propia potencia y, por consiguiente, su propio objeto, hacia el cual esa potencia se orienta siguiendo una tendencia natural (La República, Libro V, 477 a,b). Debido a su carácter vulnerable, el objeto de la opinión transita entre el ser y el no-ser, instaurando, en compensación, una relación de conocimiento hipotético que ocupa, para Platón, un lugar intermedio entre la total ignorancia y el conocimiento inteligible. En el nivel más bajo del mundo visible, el de mayor obscurecimento y, por lo tanto, donde el conocimiento tiene su mayor grado de incertidumbre e inexactitud, a la conjetura (potencia) corresponden las imágenes (objeto); en el nivel superior del mundo de la opinión, donde el simulacro engendra formas menos inestables, los seres y el arte son los objetos de la creencia (potencia). Percibimos, pues, que en la línea dividida las relaciones entre los niveles se establecen en dos movimentos básicos: el uno horizontal, señalando la relación entre potencia-objeto; el otro vertical, indicando, en el caso del mundo visible, los grados de ambigüedad de la percepción conjetural (Libro V, 479 c).
En lo que atañe a los grados de obscurecimiento (cfr. Libro VI, 510 a, 511 d; Libro VII, 534 c), la distribución de los niveles del mundo inteligible obedece exactamente a la del mundo visible, pero la calidad del conocimiento ahí presente es de naturaleza distinta. Por tratar no con objetos visibles sino con el entendimiento, la ciencia obliga al alma a libertarse del yugo de la percepción sensible —común al mundo de la opinión—, guiándola hacia el conocimiento puro —las Ideas—, del cual la ciencia representa un estadio incompleto. El movimiento vertical no incluye grados de ambigüedad, sino de intensidad, y la relación de conocimiento (potencia-objeto) es dialéctica, no hipotética, porque la ciencia está basada en hipótesis reales, en matrices recuperadas por el ejercicio de la facultad reflexiva, y no en hipótesis inconsistentes, como las opiniones. La teoría de las Ideas constituye, pues, un movimiento ascensional que conduce a la verdad del ser ("del mundo perecedero a la esencia de las cosas", Libro VII, 525 b, p. 784). Al mundo inteligible sólo pueden pertenecer las ciencias que se valen de la inteligencia pura para alcanzar esta verdad en sí (Libro VII, 526 1c). Las alinea Platón en niveles de actuación, según su objeto específico de conocimiento. Primero, el cálculo y la aritmética, que trabajan con la noción de unidad abstracta (por analogía, con la noción de lo universal). A continuación: la geometría, ciencia de lo que "siempre es"; la trigonometría; la astronomía, desvinculada de su función práctica y vista en su relación con la geometría (en la observación del movimiento de los astros buscando descubrir relaciones mutuas, como la simetría). Impulsadas todas ellas por la razón dialéctica, prescinden de los sentidos en su misión de conducir al alma al más alto nivel de lo inteligible. A estas ciencias dialécticas Platón contrapone las artes, como la gimnasia y la música, ambas siempre a procura de la armonía a través del ritmo, y que, actuando dentro de los límites del mundo visible (Libro VII, 522 a,b), ofrecen una visión mucho menos clara del ser por conectarse a hipótesis de origen inestable, no alcanzando la comprensión del principio de todas las cosas (Libro VI, 511 c,d; Libro VII, 522 a,b). Todas las demás artes se ocupan de las opiniones de los hombres o de sus deseos, o de la generación y las producciones, o del cuidado absorbente de las cosas nacidas o fabricadas.
Más compleja es, sin lugar a dudas, la comprensión del papel que juega
la filosofía en este proceso dialéctico. Platón infiere que las ciencias por él
enumeradas necesitan otra designación, pues, aunque se las incluya en la línea
dividida dentro del mundo inteligible, pertenecen todavía al estadio incompleto
del conocimiento puro. Pasa entonces a denominarlas "artes".
Descuella la filosofía como verdadera ciencia dialéctica, capaz de llevar todas
las demás "artes" a la consecución de su trabajo de investigación
sobre la esencia de las cosas. En la alegoría de la cueva, paralelamente a la
cuestión de los niveles del conocimiento, se encuentra cifrada la misión de la
filosofía en dicho proceso. Como hombres capaces de percibir "lo que siempre mantiene su identidad
consigo mismo" y la "esencia
inmutable de las cosas, no sujeta al vaivén de la generación y la corrupción",
los filósofos alcanzan "la
naturaleza misma de lo que existe", despertando la inteligencia y el
saber (Libro V, 484 b,c; 486 a; 490). Guardianes de la ciudad ideal que deberá
igualarles en excelencia, los filósofos podrán libertar las almas prisioneras
de las sombras, guiándolas dócil y lentamente (y no como los educadores comunes
y los sofistas) hacia la luz de las verdades. A lo largo de este camino
ascensional hacia el Bien —según Platón el mayor y más completo conocimiento—,
se alcanza la virtud política, la administración perfecta que tiene por meta la
formación de buenos ciudadanos (Protágoras,
319 a), propiciadora de la justicia. Recordemos que en Platón la virtud es
razonamiento pero también don divino. Y como tal no se la puede enseñar. Pero,
si tiene origen divino, pertenece al nivel de las Ideas y se la puede rescatar
mediante la anamnesis filosófica. Ahí reside la idea misma del Bien, causa de
la verdad de los objetos de la ciencia y del propio conocimiento.
Notas
1 Esquema de la línea dividida propuesto por Copleston (1991) v. 1, p. 163.
2 Mi esquema personal busca ensanchar la perspectiva interpretativa de Copleston, lo que explica los desdoblamientos conceptuales en los variados planos del conocimiento dialéctico (entre lo visible y lo inteligible; entre el objeto y la potencia) y uno que otro añadido, sobre todo la τεχνή, incluida por Platón en el plano de la percepción conjetural. Por motivos técnicos no fue posible traducir el texto del esquema, cuya copia se reproduce abajo, en português (aumentar el zoom del navegador para visionarlo correctamente).
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