terça-feira, 3 de maio de 2011

El árbol de Nezahualcóyotl

Textos Extra-Vagantes inauguran su sitio con un cuento de Margarito Palacios Maldonado (*), cuya figura central es Nezahualcóyotl, señor de Texcoco, conocido por su aguda sensibilidad y excepcional refinamiento como arquitecto, filósofo y poeta. Muy pronto se publicará un comentario sobre él en blog Visões das Américas (http://visamericas.blogspot.com).


Debajo del árbol florido (In Xochicuáhuitl Itzintlan)


Árbol llorón, me llama el pueblo. Acaso porque entiendo sus tragedias y me duelen sus congojas. Acaso porque mis ramas cargan todas las leyendas que escribe el viento en mis hojas nácar. Hoy voy a contarte una de ellas, amigo lector, para recordar a uno de los poetas más grandes del México antiguo. Seguramente ya sabes a quien me refiero. Sí, a Nezahualcóyotl, descendiente de otro gran hombre, que se convirtió en dios: Quetzalcóatl.

Esta es una historia triste, como muchas que muestran las miserias humanas; porque la vida está hecha de contrastes. Así como hay alegrías, hay tristezas, y el día se opone a la noche, como la vida a la muerte.

Nezahualcóyotl tenía 16 años cuando los tepanecas de Azcapotzalco, gobernados por Tezozómoc, invadieron el reino de Texcoco, donde gobernaba Ixtlixóchitl o Flor de pita, sexto señor de los chichimecas. Ante la superioridad numérica de los enemigos, Ixtlixóchitl decide enviar a su familia a un lugar seguro, en Tlaxcala, mientras él y algunos de sus más cercanos capitanes, protegen la huída.

Los tambores de guerra asolaban los pueblos de Texcoco, para adueñarse de sus fértiles sementeras, y los mercenarios de Tezozómoc buscaban cobrar la recompensa que les habían ofrecido por la captura de la nobleza texcocana.

Fue aquí, en esta cañada que las aguas de un riachuelo han horadado por siglos, donde sucedió la tragedia. En aquel entonces, mis brazos eran jóvenes, pero fuertes, y mi copa medía unos cinco metros, con la que pude ver a los fugitivos acercarse a mí desde lejos, al caer el sol. En sus rostros se advertí las sombras de la congoja, aunque su valentía los mantenía con el oído y la mirada alertas.

Mientras los capitanes encendían una pequeña fogata para calentar la cena, Ixtlixóchitl y Nezahualcóyotl conversaron apartados junto a mi sombra. Los sabios consejos del padre hacían derramar lágrimas al hijo. Afrontaban una situación trágica, ya sin espacio para disfrutar, como en otros tiempos, una jornada de caza; y apenas les quedaban unas horas para despedirse.

Esa noche no durmieron. Sabían que, en cualquier momento, llegarían los mercenarios de Azcapotzalco; pero, por más caro que vendieran sus vidas, terminarían vencidos y el reino de Texcoco, sin heredero al trono, pasaría al dominio de Tezozómoc. Con un suave movimiento de mis hojas, acaricié la cabeza del príncipe Nezahualcóyotl y su padre comprendió mi mensaje. Ya no tenían tiempo para huir. A un grito de guerra de los tepanecas, que se aproximaban rápidamente, Ixtlixóchitl decidió en ese instante.

—Vamos, Neza. Sube al árbol florido y ocúltate. Nadie te ha visto aún, así que sálvate y contigo salva al pueblo de Texcoco. Tienes que vivir para recuperar el trono y la felicidad de los texcocanos.

El joven príncipe, llorando como yo ante la inminente tragedia, abrazó a su padre. Ixtlixóchitl le besó la cabeza. Luego, entrelazando sus manos, recibió el pie de su hijo y lo impulsó para que alcanzara mis ramas, por las que el joven trepó ágilmente hasta la cima de mi copa.

Los cinco capitanes ya habían formado un escudo al rey, para que él pudiera disparar sus flechas con más seguridad. Pero los enemigos no se acercaron de inmediato. Guardaron una prudente distancia y comenzaron un asedio implacable, rodeando poco a poco al pequeño capullo de valientes, que se cerraba en torno al rey, tratando de protegerlo con sus cuerpos y escudos.

Las flechas de Ixtlixóchitl se agotaron. El cerco de los enemigos se iba estrechando cada vez más. A sus espaldas ya sólo quedaba una gran roca. Una lluvia de flechas cayó sobre los valientes guerreros, que se derrumbaron heridos. Ixtlixóchitl, con varias heridas en los hombros, saltó sobre los cuerpos de sus capitanes y se trenzó en una lucha desigual con los mercenarios, alcanzando a degollar a uno con su navaja de obsidiana.

Sorprendidos por el ímpetu con que combatía el rey, los guerreros retrocedieron un poco, pero rápidamente hicieron un círculo más estrecho y lo acometieron ferozmente con sus lanzas, abriéndole graves heridas en la espalda y en el vientre. Con un gesto feroz y desesperado, un guerrero lo atacó por la espalda y le incrustó su lanza, derribándolo definitivamente.

Bajo la pálida luz de la luna, en esta horrenda escena, los mercenarios parecían más una feroz jauría de perros atacando a una liebre indefensa que la cacería de un soberano vencido.

Nezahualcóyotl lo vio todo, por más que yo movía mis hojas para impedirlo. Desde su refugio entre mis ramas, el noble adolescente pudo ver cómo la hueste tepaneca le cortó la cabeza a su padre y se alejó en busca de su recompensa.

El viento suave de la noche se detuvo, mientras una gruesa nube ocultaba la cara de la luna, en señal de luto por la trágica muerte del rey Ixtlixóchitl.


(*) Margarito Palacios Maldonado es Lic. en Ciencias Humanas por el Centro Universitario de Ciencias Humanas, hoy Universidad del Claustro de Sor Juana, donde se tituló con la tesis Esquema para un estudio del teatro mesoamericanoy una obra teatral en tres actos: La caída de Quetzalcóatl, publicada en 2006.Poeta, escritor y editor. Labora en PEMEX. Fundó la escuela de escritores de SOGEM y la “José Gorostiza”. Es miembro de la sociedad de escritores "Letras Y Voces de Tabasco". Autor del libro de poesía Yo también hablo de mí (Pemex, 2010).

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